Con el advenimiento de las acciones de Ercilia Pepín, el quehacer socioeducativo dominicano se puso en el esquema de la antropología americana, pues la crítica feminista amplió el repertorio de la interrogante de participación de la mujer al registrar las formas en que el cuerpo es percibido por un entorno perceptivo estructurado por el género, por lo que referirse, hoy día, a la mujer en términos conceptuales resulta muy complejo y profundo, en vista de que la explicación en materia biológica no satisface al conglomerado de críticos que desde diferentes posiciones de la sociedad en general demandan y cuestionan los diversos planteamientos, adquiriendo cada día mayor fuerza.
Habitualmente se entiende que el sexo corresponde al plano biológico, en tanto que el género es el producto de la construcción sociocultural, según lo afirmado por Fraisse en el 2003.

Zinsser y Colazos plantean diferencias en lo que se asume como mujer y como sexo. El primero en función al sexo anatómico, es decir, sus órganos sexuales y las funciones que la posibilitan, como la maternidad, en tanto que y el segundo es asumido como estructura anatómica en sí.

Las sociedades han designado los roles. Estos comprenden los papeles con los cuales se han dado, en cierto modo, la función que le corresponde, dentro de la estructura social, tanto al hombre como a la mujer, sobre todo si ésta es sexuada. Los estereotipos que sitúan a la mujer como madre, esposa, frágil, reproductora y en el caso del hombre, como protector, agresivo, proveedor, entre otros aspectos, sirvieron de impulso en la construcción de una base de ideales y creencias generalizadas con las cuales las personas fueron desarrollando una identidad sexual, un sentido de quiénes son.

Sobre estas dos posiciones encontradas, en el 2012, Ángela Aparisi Miralles afirmó:

A partir de los años sesenta del siglo pasado fue usado, con resultados positivos, en la lucha contra la discriminación de la mujer. En este ámbito resultó muy útil para explicar que, en los distintos roles femenino y masculino, existen algunos elementos propios de la realidad biológica humana y otros construidos histórica y socialmente. En esta línea, con la expresión género se quiso significar que el ser humano supera la biología, en el sentido de que, en la conformación y el desarrollo de la identidad sexual, poseen, asimismo, mucha importancia la educación, la cultura y la libertad.

Esos elementos distintivos repercuten significativamente en el desenvolvimiento de los individuos, pues la construcción social de las relaciones entre mujeres y hombres, cuyos significados e implicaciones políticas no están siempre claros, impactan la práctica cotidiana de los individuos, dan apertura a la clasificación y estratificación social y a la discriminación por sexo. Si se ve desde la perspectiva antropológica, el género permite diferenciar la condición general respecto al sexo, no así con respecto al componente cultural, pues este último puede variar.

El género, desde la perspectiva de Lamas, se conceptualizó como el conjunto de ideas, representaciones, prácticas y prescripciones sociales que una cultura desarrolla, desde la diferencia anatómica, entre mujeres y hombres, para simbolizar y construir socialmente lo que es “propio” de los hombres (lo masculino) y “propio” de las mujeres (lo femenino).

Ese componente cultural otorga características particulares que varían de tiempo en tiempo. Es notorio observar una diversidad de identificación en materia de género hoy día, precisamente como producto de las construcciones sociales concuerdan en que los elementos sociales, culturales y biológicos interactúan de forma continua y son, en cierto punto, los responsables directos de este constructo referente al género.

Desde la antigüedad se estableció el rol de la mujer como madre, encargada de la crianza y cuidado del hogar, esto ha sido heredado de una generación a otra como legado del sistema patriarcal. Sin embargo, en la modernidad se ha buscado romper con estos estereotipos, al ser considerados, por ciertos sectores dentro del feminismo, como un mecanismo de supresión y discriminación a la figura de la mujer.

En la modernidad es frecuente escuchar los enfrentamientos discursivos con respecto al rol de la mujer, su lucha por el reconocimiento de sus derechos como individuo social y la opresión que sufre por parte del patriarcado que coarta su libertad al favorecer en demasía al género masculino en contraposición al femenino.

Es con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que se empieza a formalizar de manera conceptual el prejuicio formal, en la cual el sujeto mujer no existió como categoría jurídica, pero sí como un ente para la coerción. De ahí en adelante se legitimó la marginación de la mujer y los niños al ser excluidos como ciudadanos en las sociedades, recordemos que esta declaración sirvió de sustento para las principales constituciones de los sistemas republicanos.

Bajo la estructura patriarcalista el órgano de poder es delegado en la figura del hombre, en tanto que la mujer se encuentra en desventaja; este hecho se ha repetido en cada tiempo histórico, desde la antigüedad hasta la época contemporánea, como fruto del desarrollo evolutivo: si bien es cierto que la mujer ha cargado con grandes cuotas de responsabilidades y demandas de la sociedad, la Iglesia como cuerpo institucional ha reforzado los patrones de esta realidad. La Iglesia ha colocado a la mujer en un segundo plano, esto no quiere decir que no haya reconocido su valor propiamente dicho, sino que ciertos privilegios han sido destinados exclusivamente para los hombres.

La figura de la mujer era de tipo idealista. Se esperaba que las mujeres cumplieran con su rol cristiano de ser abnegadas, serviciales, madres, esposas, buenas hijas, devotas, recatadas y más. Estas enseñanzas partían de bases doctrinales bíblicas, principalmente basadas en las Cartas de Pablo a Timoteo, en combinación también con el Código Romano, los cuales daban pautas de cómo debían conducirse, tanto en la esfera pública como privada. No obstante, cuando no cumplían con este perfil, las consecuencias podían ser extremas. La mujer era identificada con la carne, frente al “espíritu” considerado como valor masculino, ángel o demonio; este hecho en particular acentuaba una especie de dualidad, en donde a modo simbólico perfectamente podía ser ejemplificada como lo bueno, pero al mismo tiempo, podía ser vista como la raíz principal de todo mal.

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