Esta primera de cuatro entregas de mis letras caribeñas va dedicada a mi tío-abuelo Jaime Lockward, veterano editor y periodista que cuando falleció en 1977 era subdirector de El Caribe, culminando así una trayectoria modélica de toda una vida en el diarismo nacional. Celebro como un regalo familiar ser publicada en este diario por invitación de Mu-Kien Sang Ben, en mi fase inaugural como profesora investigadora del Centro de Estudios Caribeños de la PUCMM, y lo asumo igualmente como un compromiso con mi voz propia, gemela de la poesía y de la prosa.

Hace tiempo que mis cuentos y poemas deambulan sin rumbo en mis archivos. Desde mi única publicación poética en 1996, “Noticias de Clara”, esta es la primera vez desde entonces que se asoman al mundo estas creaciones tan íntimas. Las comparto con un asombro sincero por la crudeza de su dulzura, por su misticismo tropical, por su cierta manera de reiniciar diálogos recónditos que ahora parecen ser imprescindibles.

Gracias por escucharme o mejor dicho, por acompañarme en este ejercicio de autoescucha que resuena con el llamado de Octavio Paz de borrar los peldaños entre los géneros, en mi caso, en todas sus acepciones:

“Todo escritor tiene un ideal de escritura. A mí me gustaría dejar unos pocos poemas con la ligereza, el magnetismo y el poder de convicción de un buen artículo de periódico… y un puñado de artículos con la espontaneidad, la concisión y la transparencia de un poema”., (“Poesía y Periodismo”, Vuelta, agosto de 1995, p. 47).

Los siguientes datos biográficos de tío Jaime los extraje de las palabras de presentación de Franklin Domínguez Hernández de su libro “Teatro dominicano. Pasado y presente”, con prólogo de Manuel Valldeperes e ilustraciones de Jaime Colson, (Santo Domingo: Editorial La Nación, 1959, 77 pp).

Jaime A. Lockward nació en Puerto Plata, en 1908, en el seno de una distinguida familia de artistas, obreros, profesores y religiosos. Desde muy joven se dedicó al periodismo. Fue redactor del semanario “Prometeo” y director del semanario “El Paladín”, en su pueblo natal. Además ejerció como corresponsal del diario “La Opinión”.

En Santiago de los Treinta Caballeros fue corresponsal de “La Nación”. Ingresó en este diario como corrector en 1945. Luego pasó a la redacción siendo ascendido sucesivamente a encargado de las páginas de artes y espectáculos y a Jefe de Redacción.

Además de periodista fue maestro de escuela. En Puerto Plata, fue profesor de enseñanza primaria en la Escuela José Dubeau; profesor de preceptiva literaria en la Escuela Normal Superior; profesor-secretario de la Escuela Normal Semioficial, y luego director de la misma escuela durante varios años.

En Santiago fue maestro de enseñanza primaria en la Academia Santiago, del profesor Antonio Cuello, y en la ciudad capital ejerció como maestro del Departamento de Enseñanza Primaria de los hermanos Silié-Gatón.

Dictó conferencias políticas y sobre temas pedagógicos y literarios en diversos centros culturales del país.

Adquirió experiencia en el periodismo radial y televisado al ingresar en 1965 a Radiotelevisón Dominicana, cuyo departamento de prensa dirigió hasta el 1967.

Lockward se especializó en periodismo cultural y se distinguió como crítico de arte y articulista, cultivando igualmente la crónica, la entrevista y el ensayo.

Redactó y dirigió periódicos en Puerto Plata, fue corresponsal allí y en Santiago de los desaparecidos diarios “La Opinión” y “La Nación”. Ejerció como redactor de artes y espectáculos, Jefe de Redacción, subdirector y encargado de la Dirección de “La Nación”; Jefe de Redacción del “Listín Diario”, desde su reaparición en 1963 hasta 1965. Desde 1967 laboró en el diario “El Caribe”, del que fue ejecutivo nocturno y jefe de redacción hasta el 1975. Ocupó las funciones de subdirector de dicho medio desde 1976 hasta su fallecimiento al año siguiente.

Tío Jaime
Veinte centavos cada domingo.
Veinte o veinticinco.

Así nos enseñó a contar la democracia,
haciéndola color cobre.
Cheles con una palmita
de la que nadie hablaba,
todavía.

Tío Jaime y Giudicelli.
Tío Jaime y El Caribe.
Tío Jaime y sus libros.

Tengo atrapados
unos libros amarillentos
y espléndidos
que decoraste
con un garabato.

Miro esa feliz mandala
que introduce al que escribió
sobre La Maga, el río y sus puentes,
que tenía una gata muda
(pregúntenle a mi sombra)
y a Neruda el chileno,
y a Borges el argentino.

Tío Jaime dominicano,
déjame contarte
cómo te tengo pegado entre un ángel
y la pared.

Cuento veinticinco veces
el amor, y lo tengo todo.
Pasaré de mi recuerdo al tuyo.

Eucalipto

Caminaba con los pies desnudos el trecho de pinos y yerbas y matorrales entre la casa y el río. Era un caminar confiado, atento pero libre, sin miedo a torcerse un tobillo o a brincar con pasitos tontos la desmesura de un dolor de clavo que se clava. Las piedras de Manabao tenían una redondez particular. No lastimaban los pies cuando una se metía en el agua. Redondas como un limón.

-¿Quieres que eche más agua a las piedras? Estéfano pronunciaba con dificultad imperceptible el castellano. Cada cinco minutos, repetía la misma pregunta, mecánicamente, porque ya estaba agarrando el cubo.
-Okey.
-No, etotademasiocalientemannnn…
-Pásame las ramas de eucalipto, please.

El sauna estaba ardiendo, los pocos pasos hasta el río prolongaban la estadía. Era muy violento ese frío de montaña tropical. Con el vapor a punto de sacarla de quicio, casi con el pie en la puerta, se dio cuenta que el ritmo de sube y baja no era de las ramas de eucalipto de Andreína Vanderhorst, sino de Ángel Bermúdez, que se quejaba por reflejo, de la temperatura y del olor del eucalipto.

No era posible, pero sí, se la estaba haciendo.

Una paja, allí, en el sauna.

Andreína buscó la mirada de Elena en el banco de enfrente: estaban escuchando lo mismo. Salieron sin decir nada. Es que si el río estuviese pegadito del sauna no sería tan difícil salir, pero había que agacharse para brincar de la puerta al camino y ahí se le iba a una toda la fuerza.

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