Noticias de Clara
I.
Clara viajera.
Abre y cierra su maleta.
Esta vez más lejos.
Vale la distancia.

Clara de sueño.
Se sabe ahora dormida.
Escribe la paciencia de los ojos de la tarde.
A lo mejor así,
Clara indescrifrable,
acabará por fin la historia,
el cuento.

II.
Clara candelaria
trae el castellano:
prenda roja en la voz.
También la naranja y el mango,
claves de sol, cruces,
cordilleras y ríos.

Clara macarena.
Virgen morena,
callada y con velo azul.

III.
Candelábrica Clara,
no tiene velas.
Las velas, las rojas y las blancas.
La muchacha que lee la vela.

IV.
Clara que fue.
Nos acosa tarareando
el pasado con notas aclaratorias:
pero sí, pero tal.
El silencio.

Clara tejedora,
ahíla los mil cuentos de la angustia.

V.
Clara saborea la mañana
devoradora silente de la tarde,
tan dormida,
tan igual.

Clara apunta el sol
desde la ventana.
Hasta el parque
es de veneno.

VI.
Clara envidia las flores.
Quiere
un jardín estratégico
y sentido.
Con esto agrava su día
de macetas podridas.
Así es Clara importante,
impotente.
VII.
Clara quisquillosa
pide frutos
a la escalera.
Confunde maderas,
cosechas…

VIII
La que de alma
Se supo caballo,
mulata de té,
tiempo de brisa

Ala, ala, ala
Alanna
Yegua con alas desbocadadas.

¿De quién es la tarde?
“Yo te buscaré a quién amar antes de que no seas niño”
Pablo Neruda

En el tiempo austral
florecen las jacarandas.
Son casi las seis.
Canta la tarde
una canción de luz.
Y yo, casi sin voz,
susurro mi papel del día.
Consistente,
traigo flores,
flores blancas
y son muy grandes.
Mis flores nuevas.

Los viajantes muertos quieren hablarme
de su interminable angustia,
de la espantosa distancia,
del extenuante recomienzo.
Cambio de horario,
cambio de cambios.
Son las seis y el sol no baja.

La cajita
A Mirtha y Margarita, mis hermanas

Rebotó sobre sus dos piernas, entre el tobillo y la espinilla, o más bien fue al revés, los pies rebotaron cuando la cajita cayó como una lluvia de maderas cortadas a la medida de los huesos pequeños de Margarita: dos nombres de muerta en un mismo hoyo.

Y es que llovió todo el día, todo tenía que caer y remojarse y rebotar sobre el vacío, porque eso sentía, pura nada, pura nube, puro silencio entre los nichos y en el suelo. Moisés, rescatándome del agua, se limpiaba los lentes como podía mientras agarraba la sombrilla, apretaba el mango con el sobaco izquierdo, sacaba su pañuelo de lino despacio, como si la pausa formara parte de aquel sordo concierto de esqueletos, y con las dos manos libres hacía lo suyo. Fueron unos veinte los entierros que formaron el edificio de inquilinos que visité, uno por uno, amparada por la sombra de Moisés, con las manos desnudas, con mis propias manos, toqué caja por caja, menos una.

La suya tenía cuatro angelitos, uno en cada esquina. Se los quité. Y fue la penúltima, porque todos los nombres, objetos del descuido y la ignorancia de Zacarías de la Cruz, correspondían a cualquier muerto. El encargado de mantener a los del otro mundo a salvo de la maleza no aparecía por ningún lado. Dieron voces sus amigos sin encontrarlo por el lado del mausoleo de las Fuerzas Armadas donde acostumbra echarse el primer chao:
refresco rojo y pan de agua con salchichón. De pura casualidad pasó justo en frente de la oficina del cementerio, en el mismo momento en que Moisés salía con el permiso para nuestra extraordinaria búsqueda. Yo regresaba con la mala noticia de la desaparición de Zacarías que, como llovía a cántaros, se había desayunado en el colmado.

Momentos antes dejó de llover, como si reposara el cielo una hartura de nubes, de vacío. Zacarías escuchó la noticia del cambio de residencia de los restos de Margarita, mi hermana, todavía seco. Luego era un paño de agua, un estropajo chorreante que daba mandarriazos al cemento con una vitalidad insospechada para su físico mal alimentado. Quedaron todos los huecos abiertos, menos uno, como dije, la bebé de cinco meses apareció con su vestidito, su gorro y sus zapatos intactos, antes de que de una insólita vez se airearan todos los huesos de mi abuelo, mis bisabuelos, primos y tíos conocidos y desconocidos.

Zacarías pegaba con su mandarria y llovía cemento. Luego Moisés me acompañaba a verificar lo que había en el hueco. Ya no podía cubrirse de la lluvia. Para protegerme se mojaba, y como le pasa a todo el que usa lentes, como todos mis hermanos, no puede oír bien con el vidrio empañado, tampoco era momento de hablar fuerte. Así que sacaba su pañuelo blanco de lino y lo volvía a guardar. Hizo eso cada vez, que fueron como dieciocho, mientras escuchaba mi veredicto, mequiere, nomequiere, es o no es, Margarita…

Los cuatro angelitos de porcelana estaban sucios, la cajita también. Había que comprar una nueva y ese fue el problema, que la nueva no cupo dentro del féretro de la otra Margarita, mi abuela. Mi cuñado, otro abogado como Moisés, agarró la cajita nueva, sin angelitos, y la hizo rebotar sobre los pies descalzados de mi abuela. Los demás observaban impotentes. Qué fríos y duros se ponen los muertos y sin embargo todavía pueden reaccionar ante la fuerza que se les imponga.

La lluvia continuaba de a poquito, una lluvia fina que hacía vacilar a los paraguas. Mi madre ante el doble entierro, o entierro y exhumación, exigido este último por ella, repetía su dolor que eran más de dos, porque mi padre, tres semanas antes, había estrenado tumba en nuevo cementerio. En el Cristo Redentor quedan cuatro huecos disponibles y no son de cemento. Las dos Margaritas, comparten uno, a la derecha del padre y yerno. A la izquierda irá mi madre.

En uno de los tres que quedarán, iré yo, que llevo el nombre de otra muerta. Entonces se escribirá en mi lápida una lluvia vieja y serán otra vez dos muertes en una misma caja, con un nombre casi de flor.

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