Entró vestido informalmente, caminando inseguro, mirando al piso. Al momento, empezó una dinámica sobre algo que llevaba en las manos y todos nos implicamos en ella. Y luego, una enorme carga teórica, pero de una forma sutil, que hizo parecer breve el tiempo de la materia. Que esto se logre en un diplomado sobre técnicas de investigación, impartido para docentes de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), es casi mágico.

Pregunté quién era este docente, que casi todos conocían, menos yo. Alguien me respondió: es el doctor Ángel Pichardo Almonte, de la Escuela de Sociología. Y duré varios días comentándoles a mis amigos de este profesor que me había sorprendido tan gratamente, y no tanto por sus conocimientos, sino por su sencilla manera de transmitirlos.

El profesor Ángel Pichardo Almonte era médico, acreditado investigador de varios centros de educación superior, con amplios conocimientos de filosofía, historia, política, literatura y mil asuntos más, y todo envuelto en una transparente humildad, casi socrática, tan extraña en nuestro medio. Y, además de ensayista, era cuentista y poeta.

Así le conocí y me hice su amigo. Y me invitó a su casa en varias ocasiones, donde luego de husmear entre sus libros (como es de rigor), me explicó el significado de una esquina que contenía cuadros, fotografías, prendas y velas, especie de “santuario laico particular”, donde estaban algunos de sus símbolos más preciados, incluyendo una foto de quien fuera su amigo y vecino: Luis -el terror- Díaz.

Me contó su experiencia como “mochilero”, tanto en el nuevo, como en el viejo mundo. Deseo de aventura y libertad que empezaron aquí, siendo muy joven, cuando tomó una guagua hacia el interior del país y no sabía cuál era el destino de la misma. Me enseño su amplia colección de discos de vinilo, aseguraba que la música se escuchaba mejor en ellos, y dejamos abierto otro encuentro para escuchar boleros y para enseñarme, a pesar de mi escepticismo, un sistema de lectura rápida que, según él, funcionaba..

Luego, durante la pandemia del COVID-19, cuando todos estábamos recluidos, él salía a llevar a los necesitados unos productos médicos para levantar y fortalecer el sistema inmunológico, principalmente de los adultos-mayores: era un hombre solidario.

Y lo vi, en la UASD, empujando carretillas de materiales para la construcción de una pequeña plaza en homenaje a Los Palmeros: era un hombre práctico y de firmes convicciones.

Y otro día, en su casa, me enseño y habló de los libros que estaba leyendo sobre temas cuánticos y sobre el tiempo. Y me reí, como alguien no especialista, en su sano juicio, lee esas cosas. Y me dijo, con su eterna sonrisa, que escribiría un libro de cuentos con esa temática y se estaba informando: era un intelectual de verdad, no hablaba sobre lo que no investigaba. Un par de años después publicó su libro “Los caminos del Ser y otros cuentos cuánticos”.

Murió el pasado jueves 17 de agosto con solo 55 años de edad y en plena vitalidad creativa. Lo recordaré siempre con una frase con la cual concluía muchos discursos: “Luz en nuestra mente, amor en nuestros corazones y paz en nuestras acciones”.

¡Vaya en paz, profesor: que la tierra le sea leve!

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