“Un golpe nada blanco como el que
tuvimos no puede ser recordado
ni interpretado de igual manera por
víctimas y verdugos…”

Agustín Squella

Los “Cincuenta años” del golpe de Estado chileno han dejado una nueva hilera de evidencias de lo ocurrido por este hecho de verdad histórico, de su importancia y más que nada de lo vivas que permanecen sus consecuencias. Tenía razón el que sentenció que “lo más terrible de las dictaduras es que no terminan nunca”. Desde hace ya tiempo se iniciaron numerosos debates sobre el carácter que debía tener este evento que partió a Chile en dos mitades. La conmemoración se ha encargado de dejar bien claro en primer lugar la incomprensión de quienes han pretendido lo imposible: que en la misma participen “todos”, víctimas y victimarios.

La dificultad no sólo estuvo en el cómo traer al presente un hecho ocurrido en el pasado sobre el que hay suficiente documentación y registros. No. La dificultad radica en la incapacidad de la elite chilena de asumir las consecuencias del golpe para el presente y por supuesto para el futuro. Esto no es novedad y puede verse si estudiamos hechos que han devenido en dictaduras provocando profundas transformaciones estructurales en la sociedad y en la vida de los ciudadanos.

En el caso chileno, que puede ser perfectamente aplicado a los países de Nuestra América, resulta que ha sido mucho más sencillo ponerse de acuerdo sobre la condena a la violación de los derechos humanos, pero no sobre la justicia restaurativa, que tiene que ver con el presente y el futuro. Se reconocen los hechos terribles ocurridos, se identifica incluso a los victimarios, pero a la hora de la sanción de los crímenes de lesa humanidad según los estándares internacionales, de la reparación y de comprometer la no repetición, las posibilidades de “acuerdo” se alejan invariablemente.

El 11 de septiembre de 1973 fue un hecho político, brutal, pero político, sobre el que no sirve mucho hacer una reflexión ética, pues ésta debe ser hecha con anterioridad a la ocurrencia de los hechos. Antes del golpe en Chile la reflexión ética sólo la hizo la Iglesia Católica y el cardenal Silva Henríquez, pero sus esfuerzos no fructificaron especialmente en la Democracia Cristiana. Comprender qué era lo “bueno” y qué lo “malo” podría haber servido a la política como contención preventiva, lamentablemente eso no ocurrió. La Iglesia, que como dije antes había hecho la reflexión ética antes de los hechos, sí estaba prevenida y pudo asumir el compromiso de la defensa de los derechos humanos que lideró después del golpe.

La conflictividad de la conmemoración de los “50 años” está muy relacionada con los conflictos políticos del presente, pues ya no será posible llegar a consensos éticos acerca del pasado, lo cual se agravó por el hecho de que la conmemoración fue asumida por el gobierno. Si bien es cierto que hacen falta actos de Estado, esperaríamos en casos como éste que su participación estuviera en la línea de la presentación que hizo el gobierno del Plan de Búsqueda de detenidos desaparecidos y la exigencia de la necesaria entrega de información por parte de las fuerzas armadas, por ejemplo. Debieron ser las organizaciones políticas, sociales y de derechos humanos las responsables de recordar una fecha tan importante, puesto que en ellas descansan las responsabilidades principales del futuro.

Y el futuro importa pues no se debe olvidar que la masacre se cometió para eliminar ideas y proyectos políticos. ¡Hay que escuchar a los muertos! Ellos fueron víctimas por querer otro sistema político y económico para Chile. Está muy bien recordar a Salvador Allende como un demócrata ejemplar a los largo de su larga carrera política, pero me resulta extraño que nadie haya recordado que era socialista y que lo hizo universal su vía chilena al socialismo. La eliminación física y todos los tormentos se hicieron para imponer un nuevo modelo vigente hasta hoy y allí es donde está la imposibilidad de lograr consensos acerca de lo que debe ser transformado: la herencia permanente de la dictadura, la transformación de derechos en servicios (educación, salud, seguridad social), en fin, la ausencia de justicia social. En este punto podría ser importante hacer la reflexión ética acerca de lo que es bueno, frente a la lógica de mercado que significa invariablemente lo que conviene a los propietarios de los negocios originados por la mercantilización de los derechos.

Finalmente, pero no de último, están las víctimas sobrevivientes, que aunque por razones obvias han insistido durante 50 años en cambios sociales y políticos todavía pendientes han sido dejadas fuera de la conmemoración. Es decir, al “Nunca más”, para que no sea solo retórica es imperativo ponerle contenido: Nunca más AFP, Nunca más ISAPRES (ARS). Siempre Seguridad social solidaria, siempre educación pública…

Las víctimas sobrevivientes tienen, tenemos, una sensibilidad heredada de “50 años” de sentir la angustia de estar vivos mientras todos los días recordamos al amigo de infancia y de juventud fusilado, o a los compañeros de aula universitaria ejecutados en una calle o formando parte de la lista de la “Operación Cóndor”.

Nadie resume mejor estas consecuencias para nuestra sociedad que Ana María Campillo, torturada en los subterráneos de la Moneda en 1974 cuando nos dice “No ha habido sanación, cada uno se las ha arreglado como ha podido”.

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