En una escalada en las tensiones entre los Estados Unidos y China, en las últimas horas se produjo el arribo a Taiwán de la Speaker de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi.

La llegada de la segunda persona en la línea sucesoria del poder norteamericano en la isla fue interpretada como una abierta provocación a Beijing y un hecho que podría provocar un nuevo descenso en el vínculo entre las dos principales potencias del mundo actual.

En un comunicado emitido apenas después de la llegada de Pelosi, el Ministerio de Relaciones Exteriores chino calificó la visita como una «seria violación al principio de una sola China». Y advirtió sobre «un severo impacto en los fundamentos de las relaciones entre China y los EEUU al tiempo que infringen un daño a la soberanía y la integridad territorial china». La comunicación indicó que la visita de Pelosi deteriora la paz y la estabilidad en el Estrecho de Taiwán y muestra a Washington en un «sendero peligroso».

Pero los hechos tienen lugar en un momento singular, mientras persiste el interminable conflicto ucraniano. Un enfrentamiento que ha puesto virtualmente en guerra a los EEUU con Rusia, como consecuencia de la invasión que Moscú hizo al territorio soberano de Ucrania el 24 de febrero pasado. Acaso el corolario de una relación que se ha venido deteriorando gravemente en las últimas dos décadas. En especial a partir de la interpretación contraria que Washington y Moscú tienen respecto de la expansión de la OTAN.

La doble crisis que coloca a Washington frente a Beijing y Moscú parece ser el marco en el que se desenvuelve la compleja relación triangular entre los principales actores del escenario global. En el que por tercera vez en los últimos veinte años, un Presidente norteamericano se encuentra en el doble desafío de enfrentar simultáneamente a China y Rusia.

Al llegar a Taipei, Pelosi protagoniza la visita del funcionario norteamericano de más alto rango en el último cuarto de siglo. Una realidad que naturalmente enfureció a los jerarcas del Politburó, en momentos en que Xi Jinping se encamina a celebrar un congreso partidario clave con la meta de alcanzar un tercer mandato sin precedentes como jefe simultáneo del PCCH, del Estado y de las Fuerzas Armadas.

Al extremo que, durante una comunicación telefónica entre Xi y Biden, el día 28 de julio, el líder chino advirtió que «quien juega con fuego puede quemarse». Dos días más tarde, un alto funcionario chino incluso sostuvo que podrían llegar al extremo de «derribar» el avión que trasladó a la funcionaria norteamericana.

En tanto, el gobierno de Taiwán denunció una serie de ciberataques contra la isla. Al tiempo que los mercados financieros asiáticos sufrieron caídas ante la posibilidad de un eventual empeoramiento de la situación geopolítica. A su vez, de acuerdo a los reportes de la televisión taiwanesa, horas antes de la llegada de Pelosi a la isla, un grupo de aviones caza de las Fuerzas Armadas chinas (PLA, por sus siglas en inglés) sobrevolaron el Estrecho de Taiwán y las inmediaciones de la isla aunque las posibilidades de una invasión fueron descartadas.

Buscando bajar el tono de la visita, un vocero de la Casa Blanca aseguró que solo se trataba de una visita de miembros del Poder Legislativo. Un argumento que fue descartado horas más tarde por la vocera de la Cancillería china, Hua Chunying, quien rechazando la supuesta independencia de las autoridades del Congreso recordó que la Speaker de la cámara baja es la tercera persona en el ranking del poder en los EEUU y remarcó el hecho de que ella y su comitiva se desplazaron en un avión militar norteamericano.

No obstante la postura de Beijing, lo cierto es que el viaje de Pelosi alimentó un debate sobre las implicancias del desplazamiento. En una columna en el New York Times, Thomas Friedman calificó la visita como «temeraria e irresponsable». Friedman recordó que el propio Biden intentó disuadir a Pelosi para que desistiera de una visita de la que «nada positivo podrá resultar». De acuerdo con el Financial Times, esa postura habría sido adoptada por el asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan y otros miembros del gobierno norteameriano quienes habrían intentado evitar la visita.

El desarrollo de los últimos acontecimientos parecen confirmar la tendencia histórica de nuestros tiempos. La que presenta un complejo tránsito de poder entre las grandes potencias, en un marco de acelerada transformación de la realidad de los hechos. Acaso derivados de algunos datos estructurales. Entre los que el ascenso de Beijing como superpotencia económica a partir de las reformas de mercado impulsadas por Deng Xiaoping después de la muerte de Mao es el hecho fundamental. La segunda parece ser el resultado de la muy mala relación que Washington y Moscú han venido desarrollando a partir de una interpretación contrapuesta sobre el fin de la Guerra Fría.

Aunque con formas y capacidades muy diferentes, tanto Rusia como China rechazan el orden global basado en el liderazgo occidental construido a partir de 1945. Y en especial, objetan la pretensión norteamericana de establecer una Pax Americana a partir del fin del orden bipolar.

Al punto que a veces resulta sorprendente visualizar en qué medida el mundo ha cambiado tanto en estos últimos treinta años. Habiendo quedado atrás el mundo idílico imaginado en 1989/1991 cuando tras el colapso de la Unión Soviética, ningún país estaba en condiciones de rivalizar con el liderazgo militar, económico y cultural de los Estados Unidos. Entonces, una «nueva Roma» había emergido entre las cenizas de la Guerra Fría. Desde Roma, ninguna otra nación se había elevado tanto frente a las otras. Al punto que el antiguo canciller francés Hubert Vedrine describiría en 1999 que los EEUU se habían expandido en su poder a tal extremo que habían excedido el estatus de superpotencia para convertirse en una suerte de «hiperpotencia».

Pero, ¿qué sucedió entonces? En la cúspide de su poder, con una abrumadora superioridad militar Washington pudo haber tenido la oportunidad irrepetible de reconfigurar un nuevo orden mundial bajo el liderazgo indiscutido de los EEUU. Embriagados de optimismo, algunos aventuraron que la Historia había llegado a su fin. Rusia había perdido su imperio, China todavía no había perdido su estatus de potencia disminuida y Occidente creyó que había perdido a sus enemigos. Pero el 11 de septiembre, la crisis financiera de 2008/9 y el ascenso de China demostrarían que nada dura para siempre.

El momento unipolar se agotaría en poco más de una década. Hasta llegar a nuestros días. Cuando el que sigue siendo el país más poderoso de la tierra debe enfrentar simultáneamente las ambiciones e insatisfacciones de las otras dos potencias con las que comparte el podio del espectáculo del mundo.

De Ucrania a Taiwán, los intereses de los EEUU y de Occidente en general parecen en entredicho frente a la actitud revisionista de sus contrincantes. En momentos en que tras casi seis meses de guerra el resultado en Ucrania parece no estar claro. Sin que pueda establecerse quién está ganando y quién está perdiendo una guerra ante la que como indicó un observador, «Ucrania puede terminar quedándose con la razón, pero Rusia con el Dombás».

Al tiempo que una escalada en las tensiones con China a partir de la situación de Taiwán puede implicar potencialmente la profundización de un conflicto infinitamente más complicado. Sobre todo si se tienen en cuenta las propias  palabras del propio Secretario de Estado Antony Blinken el pasado 26 de mayo. Cuando explicó que a diferencia de Rusia, China es el único país del mundo que puede reunir potencialmente tanto la intención como la capacidad para alterar el orden internacional nacido hace 75 años al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.

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