La sociedad suele quejarse de la pobre actuación de la justicia frente al crimen. De su débil proceder cuando se trata de ciudadanos del primer nivel.
Ahora nos encontramos ante un caso que la coloca más allá del justo equilibrio que marca la balanza que la ha de caracterizar. La drástica sanción contra una mujer pobre, de ascendencia haitiana, desempleada, habitante en uno de los tantos tugurios de la marginalidad, que desesperada, reclama la responsabilidad del padre de su hija, y por imprudencia o más propiamente por ignorancia, llega al extremo de simular una agresión contra su propia hija.

Los jueces del Segundo Tribunal Colegiado de la provincia Santo Domingo la condenaron a 30 años de prisión, por los cargos de homicidio voluntario, tortura y actos de barbarie, que para su defensa no están ni por asomo tipificados en su tonta conducta de filmarse con un teléfono móvil y enviar la imagen a su ex marido.

Es impresionante cómo el Ministerio Público fundamentó un expediente en desprecio de la objetividad a que obliga su propia ley, y especialmente, el Código Procesal Penal. Y en la búsqueda de una “sentencia ejemplar”, se cebó contra una infeliz.

La sentencia contra Belkis Brazobán no sólo la condena a ella, sino también a la justicia, porque el Segundo Tribunal Colegiado no valoró adecuadamente las consideraciones de la defensa, que con mucha propiedad señaló que los juzgadores fueron erráticos y no observaron las previsiones del Código Procesal Penal sobre la valorización de los medios de prueba. Y peor aún, dieron pábulo a los cargos de tortura y actos de barbarie que en forma alguna están presentes en la acción que se le atribuye a la condenada.

El proceder de ese tribunal fue igualmente avalado por la Cámara Penal de la Corte de Apelación de la provincia de Santo Domingo, que tampoco consideró que el querellante desistió y admitió que el acto de Brazobán sólo buscaba presionarlo. Al margen de que en forma alguna la niña de 11 meses sufrió daño o lesión.
Brazobán se equivocó. Fue algo estúpido e insensato. Pero condenarla a 30 años es un exceso.

La Suprema Corte de Justicia debe velar por la sana aplicación de la ley.

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