El impacto social es significativo y muy notable el desgarre de vestiduras, por la sentencia de la Segunda Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia que absuelve a las únicas dos personas contra las que se mantenía acusación, de las 14 inicialmente encartadas en el caso Odebrecht.
No hubo pruebas suficientes que sostuvieran la imputación contra Angel Rondón. “La falta de determinación de esta circunstancia de hecho hace inexistente el delito de soborno”, dice la SCJ; o sea, sobornador sin sobornados. Y sobre Díaz Rúa, señalado por lavado de activos, la corte dictaminó que “el delito precedente es el enriquecimiento ilícito que se deriva del propio tipo penal”, es decir, mostrar las riquezas resultantes de ese enriquecimiento.
Obvio que la conclusión no podía ser otra. Lo que dicen esta y las sentencias anteriores es tan sencillo de entender como que fueron liberados por insuficiencia de pruebas, lo que generalmente ocurre cuando se denuncia primero y se investiga después.
Es la consecuencia de desenfocar el objetivo y proceder cónsonos con los que pedían sangre y tenían a sus corruptos favoritos, con abundantes acusaciones, presunciones, dudas y sospechas, pero sin pruebas materiales concretas.
La cruzada moralizadora anticorrupción y contra la impunidad en que se convirtió el caso Odebrecht, culmina en lo de siempre: una alharaca y fastidio a los involucrados, con una momentánea ganancia política para los patrocinadores, pero con mayores frustraciones y descreimiento en cuanto a adecentar la vida pública.
Se ha pretendido cuestionar la ética de los jueces por sus sentencias, y algunos se escudan en que fue otro procurador el responsable del expediente, pero lo cierto es que desde un principio se veía ese final porque, como lo afirmó durante una visita al país el fiscal brasileño Ferreira da Silva, al resaltar la necesidad de apego a la institucionalidad: “No hay derecho penal de las personas, hay derecho penal de los hechos”.
Ojalá el episodio enseñe que los mecanismos de la justicia deben sancionar como es debido y, como dicta la norma, todo proceso debe ampararse en bases legales y pruebas.
El clamor de la sociedad debe apuntar a mayor seriedad en la persecución del peculado, y que los anhelos de castigo no se pierdan en el ruidoso tribunal callejero que condena de antemano sin presumir la inocencia de los encartados.