La decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de imponer aranceles generalizados a las importaciones, ha reconfigurado radicalmente el comercio internacional.

Al instaurar un arancel base del 10% a todas las importaciones, y tarifas más altas contra las mercancías provenientes de China (54%), la Unión Europea (20%) y otros países asiáticos, EE.UU. lanza un mensaje claro de apuesta por una economía cerrada, que aspira a la autosuficiencia manufacturera y el control de sus cadenas de suministro.

Este giro proteccionista llega en un contexto de rivalidad estratégica con China que define, cada vez más, a una economía global basada en la competencia entre dos modelos: el capitalismo liberal estadounidense, ahora cerrado al mundo, y el capitalismo de Estado chino, que se proyecta al exterior mediante la Iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda y la expansión de sus empresas de tecnología.

Esta confrontación también es tecnológica, ideológica y, ojalá que no, podría ser militar.

En el plano económico y a corto plazo, los aranceles podrían aumentar los precios de las mercancías importadas en Estados Unidos, lo que hará que los costos se trasladen al consumidor final y, por tanto, se produciría un impacto inflacionario.

En cuanto a las cadenas de suministro, los impactos serán diversos: Empresas como Samsung (Corea del Sur), Foxconn (Taiwán) o Flex Ltd. (Singapur), líderes del sector tecnológico con presencia y plantas de producción en todo el planeta, se verán obligadas a instalar fábricas en EE.UU. para suplir a otras empresas que decidan mudarse allí para abastecer el mercado estadounidense.

Pero, aunque fabriquen los microchips en EE.UU., los minerales necesarios para producirlos serán siendo importados, pues países como China, Rusia y Canadá controlan los mercados mundiales de Silicio, Oro, Estaño, Paladio, o Coltán, por nombrar algunos.

De manera que, aunque se instalen en EE.UU. para producir “en casa de Trump”, el sector tecnológico enfrentará aranceles que incrementarán los costos de producción y, por tanto, los precios para los consumidores estadounidenses.

Sumemos la mano de obra que, en EE.UU., es mejor pagada que en China, Vietnam o India. De hecho, mientras un trabajador de una fábrica de automóviles en EE.UU. ganaría unos 86 mil dólares al año (unos $ 40 la hora), por ese mismo trabajo en China se pagan unos 15 mil dólares y en México menos de 40 mil.

Así, la industria del automóvil, que demanda cada vez de más componentes electrónicos, especialmente para los vehículos eléctricos, aunque se instale en EE.UU. enfrentaría elevados costos en mano de obra y no estaría exenta de aranceles, lo que elevaría los precios para los consumidores.

Y este no es un problema menor para la economía estadounidense que vive un escenario de moderada inflación post pandemia, y sufre una carencia de mano de obra calificada, que se podría agravar si retornan empresas que requieran más profesionales y técnicos de alto nivel.

Aunque, a corto plazo, la reducción de importaciones sí podría beneficiar a algunos sectores manufactureros estadounidenses.

En cuanto a los países más afectados por los aranceles, es evidente que China, Alemania, Corea del Sur y Japón perderán parte del acceso que hasta ahora han tenido sus mercancías al mayor mercado de consumo del mundo, que es EE.UU., aunque las proyecciones de Visual Capitalist, indican que hacia 2030, China e India, los dos países más poblados del mundo, serían los mayores mercados de consumo del mundo por delante de EE.UU.

Es muy posible que se produzca una reacción en cadena, con aranceles recíprocos de muchos países hacia EE.UU., lo que profundizaría el desacoplamiento económico global. Además, las respuestas podrían incluir acciones multilaterales, como demandas ante la Organización Mundial del Comercio (OMC), y acuerdos comerciales regionales que excluyan a EE.UU.

De hecho, pocos días antes del anuncio de aranceles de Donald Trump, los ministros de Economía y Comercio de China, Japón y Corea del Sur se reunieron en Seúl y acordaron crear “un entorno predecible de negocios e inversiones” y anunciaron que están listos para negociar “un futuro acuerdo de libre comercio trilateral”.

Esas tres potencias asiáticas, cuyas economías están entre las 15 más grandes del mundo (China 2ª, Japón 4ª y Corea 12ª), reiteraron que promoverán un regionalismo abierto y que se adhieren al multilateralismo, al libre comercio y la globalización económica.

Esa alianza representa al núcleo industrial y tecnológico de Asia Oriental, uniría al 25% de la población y el PIB mundial, que combinado supera los 24 billones de dólares anuales.

En cuanto a la efectividad que tendrán los aranceles estadounidenses para asegurar su primacía global, ya hay precedentes a considerar: la ley de aranceles Smoot-Hawley (1930), contribuyó a profundizar la Gran Depresión al provocar un colapso del comercio internacional.

Aunque hoy el contexto global y nacional de EE.UU. es diferente, el principio sigue siendo válido: el proteccionismo desmedido puede desencadenar crisis de confianza, fuga de capitales, inflación importada y deterioro de las relaciones diplomáticas.

De hecho, el sólo anuncio de los aranceles de Donald Trump ocasionó una fuerte caída en las bolsas de valores de todo el mundo y el dólar se devaluó respecto al euro, el yen japonés y el peso mexicano.

Estrategia geoconómica

Es claro que los aranceles no son una simple medida comercial sino un instrumento de presión geopolítica para apuntalar la visión de “America First” de Trump, en sus intentos de doblegar a competidores y rivales para lograr acuerdos bilaterales más favorables.

Esto implica un repliegue estadounidense del multilateralismo y una apuesta por relaciones asimétricas para intentar sacar o mantener la ventaja.

Esta estrategia ya fue usada en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), que dio paso al T-MEC; y en las tensiones con la Unión Europea, Japón y Corea del Sur.

En el caso de China, los aranceles forman parte de una guerra más amplia por el liderazgo comercial y tecnológico mundial, por ello, al bloquear los productos chinos de alta gama, EE.UU. intenta frenar el ascenso de Pekín en sectores clave como la inteligencia artificial, la computación cuántica y las redes 5G.

Aunque, como se demostró con el nacimiento de DeepSeek, estos esfuerzos pueden ser inútiles o contraproducentes, pues China demostró que puede igualar y superar a empresas occidentales con tecnologías más eficientes.

Amenaza implícita

La pregunta es: ¿EE.UU. usará su poder militar como herramienta de coerción económica?
La historia reciente ofrece ejemplos que hacen pensarlo. Por ejemplo, la invasión a Irak en 2003 tuvo una dimensión económica, pues el control de los recursos energéticos del Golfo era un objetivo geoestratégico.

Ni hablar de la llamada Primavera Árabe, el asesinato de Muammar Gaddafi en Libia o la guerra en Siria, casos inequívocos de acciones militares con fines económicos.

Hoy, aunque no hay indicios claros de una política de acción militar ligada a los aranceles, las sanciones, bloqueos y amenazas militares han sido la constante de la diplomacia coercitiva estadounidense en la última década.

Hacia América Latina, la aplicación de la vieja Doctrina Monroe, el intervencionismo, las sanciones contra Venezuela y Cuba, y la presión sobre Panamá para controlar comercialmente el Canal, son parte del entramado con el que EE.UU busca ventajas comerciales por la fuerza.

En el Indo-Pacífico, EE.UU. podría emplear su poder naval para presionar a países que busquen alinearse comercialmente con China.

Además, el control del sistema financiero global mediante el dólar y la hegemonía de Wall Street, siguen siendo formas de coercion silenciosas pero efectivas. El acceso a plataformas como SWIFT y el dominio del sistema bancario internacional permiten a EE.UU. castigar económicamente a cualquier actor que desafíe su hegemonía.

China y los BRICS

China viene preparando una arquitectura financiera y comercial alternativa que incluye el uso del yuan digital, tratados bilaterales con países en desarrollo, y el fortalecimiento de los BRICS+.

En respuesta a los aranceles estadounidenses, Pekín acelerará estas iniciativas, ofreciendo un contrapeso al sistema occidental y ocupando los espacios que EE.UU. deje vacíos.

El Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), el Fondo de la Ruta de la Seda y el fortalecimiento del comercio entre yuanes y otras monedas locales en África y Asia son pasos concretos hacia una mayor independencia financiera.

Además, Pekín está expandiendo su influencia en sectores estratégicos como las tierras raras, los puertos comerciales, las telecomunicaciones y las cadenas logísticas globales.

No obstante, muchos países quedarán atrapados en medio de esta polarización, obligados a elegir entre integrarse en la esfera de influencia de EE.UU. o la de China. En ambos casos, sus autonomías económicas y políticas podrían verse erosionadas.

La posibilidad de una “nueva guerra fría económica” está sobre la mesa, con la diferencia de que esta vez el conflicto se libra en los mercados, las rutas comerciales y las plataformas digitales.

La historia nos enseña que el liderazgo económico no se puede imponer por la fuerza, pues la verdadera hegemonía nace de la confianza, la estabilidad y la capacidad de construir consensos.

Si EE.UU. opta por el conflicto comercial y la presión coercitiva, se aislaría progresivamente, debilitando su rol global y allanando el camino para un sistema internacional más fragmentado e incierto.

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