Cuando en 1936 finaliza la asamblea del Pen Club en Buenos Aires, el escritor austríaco Stefan Zweig acepta una invitación para visitar el Brasil. Nacido en una familia de judíos vieneses en 1881, formado entre Berlín y París, amigo de Sigmund Freud y Richard Strauss, Zweig “coleccionaba partituras manuscritas de sus músicos predilectos, sentía debilidad por los corazones solitarios y siempre sintió un enorme miedo de envejecer”. El inicio en 1939 de la II Guerra Mundial lo arrojará a un exilio itinerante: Londres, New York. Y, al final, de regreso a Brasil. En una vuelta que habría de ser definitiva.

Al llegar en 1941 junto a Lotte, su segunda esposa, la pareja se instala en Petrópolis: ciudad de clima benigno, a 68 kilómetros de Río de Janeiro. En esta ocasión, Zweig caminó por todo el país: de Bahía al Amazonas, de Pernambuco a Sao Paulo, de Minas al Río Grande. Paseó, vio, viajó, anduvo y vivió Brasil. Hasta enamorarse de la tierra y de la gente. A modo de tributo, él publicará entonces un libro: Brasil, país del futuro.

Con intelección generosa y admirada, Stefan Zweig cree descubrir los enigmas de la convivencia en aquel universo mestizo y arropado de naturaleza virginal. Hace suya, así, cual plegaria que confronta la bestialidad teutónica, “esa sensación de vivir entre lo naciente, lo venidero, lo futuro”.

Días antes de morir, Zweig bajó con Lotte al carnaval de Río. Al día siguiente de la fiesta, tras leer noticias sobre el avance nazi en Asia y el Oriente próximo, exclamó: “Europa se ha suicidado”. De regreso a Petrópolis, dona sus libros a la biblioteca, quema documentos en una hoguera en el jardín y regala su fox terrier a la casera. Dos días después, un sirviente encuentra los cadáveres del matrimonio tendidos sobre su cama. El 22 de febrero de 1942, una carta de despedida sobre la mesa de noche: “Saludo a todos mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí”.
Setenta y seis años después de la muerte de Stefan Zweig, aún retruenan los ecos de su amazónica, de su desmesurada
utopía: Brasil, (eterno) país del futuro.

Brasil. País de futuro
Prefacio (fragmentos)
Stefan Zweig

Cuando en el año 1936 debía dirigirme a la Argentina para tomar parte en el Congreso de los Pen Clubes en Buenos Aires, agregóse a ello la invitación de hacer simultáneamente una visita al Brasil. Mis esperanzas no eran mayormente nutridas. Tenía yo la presuntuosa idea media del europeo o norteamericano respecto al Brasil, que ahora me esfuerzo por reconstruir: cualquiera de las repúblicas sudamericanas, que no se distinguen claramente una de otra, con un clima cálido y malsano, condiciones políticas revueltas y finanzas disolutas, negligentemente administradas, y sólo medianamente civilizada en las ciudades costeras, pero de muy hermoso paisaje y grandes posibilidades inexplotadas […]
Prodújome, entonces, el arribo a Río, una de las impresiones más grandiosas que recibí en todos los días de mi vida. Estaba fascinado y al mismo tiempo conmovido, pues no sólo se me presentó en ese instante uno de los paisajes más hermosos del mundo, esa combinación sin par de mar y montaña, ciudad y naturaleza tropical, sino también una suerte completamente nueva de civilización […] Una arquitectura y disposición urbana limpias y ordenadas, ante un atrevimiento y una magnificencia en todas las cosas nuevas y, a la vez, una cultura antigua conservada con particular eficacia, gracias a la distancia […] Y con asombrosa rapidez se esfumó la arrogancia europea que había traído conmigo, harto inútilmente. Sabía que acababa de echar un vistazo sobre el porvenir de nuestro mundo.

Y por fin llegué otra vez a ese país, mejor y más a conciencia preparado para tratar de ofrecer un modesto cuadro del mismo […] Sé que este cuadro no es completo y que no puede serlo. Es imposible conocer acabadamente el Brasil, un mundo tan dilatado. Viví aproximadamente medio año en este país y sólo ahora me consta cuánto me falta, a pesar de todo el afán de aprender y de todos los viajes, para tener una visión completa de ese país enorme […]

Este problema central, que se impone a cada generación y por consiguiente también a la nuestra, constituye la réplica a la pregunta más simple y, sin embargo, más necesaria: ¿Cómo puede conseguirse en nuestro mundo una convivencia pacífica de los hombres a pesar de las más decididas diferencias de raza, clase, color, religión y convicciones? […] A ningún país se planteó, por una constelación particularmente complicada, de un modo más peligroso que al Brasil, y ninguno lo ha resuelto tan feliz y ejemplarmente como el Brasil […] De acuerdo con su estructuración etnológica, y en el supuesto de que hubiera recogido la ilusión europea nacionalista y de raza, el Brasil tendría que ser el país más desgarrado, más intranquilo y menos pacífico del mundo […] A simple vista se reconocen todavía, en la calle y en los mercados, las razas más distintas que constituyen la población. Hay los descendientes de los portugueses que conquistaron y colonizaron el país, la población aborigen india, que habita el interior desde tiempos inmemoriales, los millones de negros que en los tiempos de la esclavitud fueron traídos de África, y junto a todos ellos los millones de italianos, alemanes y hasta japoneses que llegaron al país como colonos […]
Y asombradísimo, se observa que todas estas razas, visiblemente diferenciadas por el mero color, viven en la más acabada armonía y que, a pesar de su origen individual, sólo compiten en la ambición de despojarse de las peculiaridades primitivas para convertirse cuanto antes y todo lo más perfectamente posible en brasileños, en una nueva y uniforme nación […]
Mientras en nuestro mundo viejo predomina más que nunca la idea absurda de querer criar hombres «racialmente puros», como caballos de carrera y perros, la nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de negros y blancos, morenos y amarillos […] Es cosa encantadora ver los niños que conjugan todos los matices del color de la piel humana -chocolate, leche y café- salir de las escuelas tomados del brazo, y esa trabazón tanto física como espiritual alcanza hasta las capas supremas, las academias y los puestos gubernamentales […] Rara vez se encontrarán, en parte alguna del mundo, mujeres más bonitas y niños más hermosos que entre los mestizos, delicados de talla, suaves de comportamiento; regocijado, obsérvase en los rostros semioscuros de los estudiantes la inteligencia hermanada con una serena modestia y cortesía.

Esa disolución sistemática de los grupos nacionales o raciales cerrados, y cerrados sobre todo en formación de lucha, facilitó enormemente la creación de una conciencia nacional y es asombroso cuán absolutamente la segunda generación se siente ya nada más que brasileña […] Por eso, el experimento brasileño con su negación absoluta y consciente de todas las diferencias de color y de raza significa acaso, con su éxito visible, el aporte más importante a la liquidación de una ilusión que trajo a nuestro mundo más desazón y desgracia que cualquiera otra […]
La terrible tensión que sacude nuestros nervios desde hace dos lustros ya, está aquí eliminada casi por completo; todos los contrastes, aun aquellos de índole social, tienen aquí mucho menos rigor y, sobre todo, carecen de puntos envenenados. Aquí, la política con todas sus perfidias no es aún punto de partida de la vida privada ni centro de todo el pensar y sentir. La primera sorpresa, que luego se renueva diariamente de un modo bienhechor, la que se recibe apenas se pisa esta tierra, consiste en la forma amable y falta de fanatismo en que los hombres conviven dentro de este espacio enorme […]
Se respira involuntariamente aliviado por haberse evadido del aire viciado del odio de razas y clases, en esta atmósfera más quieta y más humana […] Bajo el efecto insensiblemente relajador del clima, los hombres desarrollan menos empuje, menos vehemencia, menos dinamismo, vale decir, menos de aquellas condiciones que hoy en día una sobreestimación trágica pondera como los valores morales de un pueblo […] Por eso, la existencia del Brasil, cuya voluntad va dirigida únicamente a la construcción pacífica, constituye uno de los fundamentos de nuestras mejores esperanzas de una civilización y pacificación futuras de nuestro mundo desgarrado por el odio y la locura […] Dondequiera que en nuestro tiempo trastornado veamos todavía una esperanza para un porvenir nuevo en nuevas zonas, estamos en el deber de señalar tal país y tales posibilidades.

Es por eso por lo que escribí el presente libro.

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