Comenzar mi primera entrega del año diciendo que la República Dominicana ostenta el triste liderazgo en el número de accidentes de tránsito ocurridos en América Latina, y segundo a nivel mundial, es llover sobre mojado. Sin embargo, se trata de una calamitosa realidad con característica transversal, por lo que significa en términos de pérdidas de vidas humanas –sin contar a las personas que terminan el resto de sus días con una parte de su cuerpo mutilado-, el insoportable costo que representa para el sistema sanitario, la terrible afectación emocional en las familias de las víctimas, y la inseguridad en que vive el resto de la población que está obligada a circular por ese infierno que se pasea por calles, avenidas y carreteras de la nación.

Es, sin ninguna duda, un gravísimo problema que cada año se agiganta más por la falta, ya no de más anuncios de costosísimos programas y planes teóricos que, a la postre se vuelven marketing y relaciones públicas, sino de efectivos controles de parte de la autoridad competente, entre otras medidas, sin importar rango militar o policial, jerarquía en el funcionariado del Estado, poder político o económico, clase social y demás, tal como ocurre en cualquier nación civilizada del mundo.

Basta con analizar los más recientes informes provenientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), entre otros organismos multilaterales, sobre la realidad de los accidentes de tránsito en la República Dominicana, con estimaciones que superan el 60 por ciento en los cuales se ven envueltas las motocicletas, con el ingrediente en el resto del problema, del desafiante y permanente incumplimiento a las normativas –señalización vial, incluyendo los semáforos-, energía en la supervisión, una labor más responsable de las alcaldías, y un largo etcétera.

Todos esos ingredientes juntos han parido el desorden infernal que vivimos a diario en el tránsito terrestre, con resultados trágicos, y económicamente perniciosos, ya que permean el sistema sanitario, con gastos millonarios que muy bien se pudieran estar dirigiendo a mejorar los servicios hospitalarios, así como tocar otros renglones puntuales como la vivienda, seguridad ciudadana, educación, el agua, medio ambiente y modernizar la productividad, entre otros.

En los últimos 20 años, todos los gobiernos han salido al ruedo de su gestión con programas anunciados para enfrentar el problema, pero el resultado ha sido el mismo: millonadas gastadas en un caótico y muy peligroso tránsito vehicular que también daña la imagen del país en términos turísticos.

Un ejemplo de reciente de fracaso fue el plan desplegado por las pasadas autoridades de gobierno, fusionando un rosario de instituciones afines y vagas para dar paso al hoy Instituto Nacional de Tránsito Terrestre (INTRANT), una iniciativa que sólo ha servido para gastar millones sin un solo resultado a la vista de todos.

En medio de ese desagradable panorama, las nuevas autoridades tienen el gran reto de hacer las cosas diferentes en la dirección de corregir el problema de raíz. Cambiar las notas de prensa por soluciones concretas y tangibles que permitan llevar tranquilidad a las familias que transitan a diario por las vías terrestres, que será lo mismo que producir un respiro al alto costo en pérdidas de vidas y dinero que representa ese caos.

Es de justicia decir que el peligroso y criminal caos en el tránsito vehicular también envuelve al histórico desorden en el transporte público de pasajeros y en el servicio de carga de mercancías, escenarios en el que gobiernan los “sindicatos”, muchos de ellos con mucho poder económico, político, militar y policial.

Más motocicletas

Cuando se analiza el caos en el tránsito terrestre, las víctimas y los vehículos envueltos, se concluye que el alto número de motocicletas –sin ningún control-, ahora con mayor magnitud por el tema del “moto-concho”, es para abordarlo como uno de los ejes centrales, y con el alcance socio-económico que representa para miles de familias dominicanas y de origen haitiano, como consecuencia del desempleo. En este último caso es alarmante la cantidad de nacionales del vecino país que cruzan la frontera en masa para dedicarse al “moto-concho”. En las improvisadas estaciones de “moto-concho” usted puede ver que, de cada 10 “moto-conchistas”, 6 ó 7 son haitianos –la mayoría indocumentados-, lo que complica la cosa. Es decir, la República Dominicana ha tenido que asumir dos realidades sociales, una propia y otra extranjera, con un altísimo costo.

Ya el parque de motocicletas no aguanta una más, y menos sin un marco regulatorio que tenga en cuenta todas las aristas del problema, con la firmeza y la responsabilidad social que demanda la circunstancia. Esa realidad es comprobable, no sólo en el tránsito del Gran Santo Domingo, sino, además, en las ciudades de las provincias más densamente pobladas de la nación.

Sabemos que el tema está en la agenda del gobierno, por lo que confiamos en que en algún momento se comenzará a abordarlo con todos los sectores envueltos, el apoyo de organismos internacionales que dedican capítulos y recursos financieros para ayudar a resolverlo, y el concurso de una ciudadanía que haya mayor conciencia de la imperiosa necesidad de poner fin a esa peligrosa realidad.

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