No hay mayor privilegio por el cual agradecer a Dios que el de despertar cada mañana para aprovechar otro día más y convivir con tus seres queridos, amigos y sentir todo lo que en este plano te hace feliz.
Máxime si recibes otra oportunidad para continuar probando lo agridulce de esta vida, pero agradecido por tener el sentido del gusto, el tacto, la vista, oído y olfato.
Y en especial el privilegio de poder seguir bailando pero a un ritmo totalmente diferente al de esa fiesta póstuma, con unos pasos en mosaicos de gratitud que serán homenaje a los que partieron.
A dos meses de haber pasado lo que creí una pesadilla cuando apenas salía de los escombros, no pretendo ser vocero de los que somos víctimas de ese fatídico episodio del Jet Set, que hace desear una máquina del tiempo.
Pero de algo debe servirnos tan doloroso trance. Cuidado con jugar al olvido y a privilegiar a un noble para que este trauma colectivo pase como un capítulo más de otra triste tragicomedia de la justicia, porque sería bochornoso para el país.
Nos hace ver como autómatas del dolor, ese que aún sienten cada día cientos de miles de nosotros, pero que recuerdan a cada semana reyes, dignatarios y artistas extranjeros más que nosotros mismos.
Este no es un caso más, es nuestra más grande tragedia.
Violando recomendaciones médicas y hasta propias por el sentido común, he roto varias veces el cerco del descanso psicológico y me he dejado llevar por el algoritmo de las entrevistas testimoniales de varios sobrevivientes, compañeros y compañeras de ese infortunio a los que el destino nos hizo una horrorosa cita con La Parca.
Pocos tuvieron el privilegio de salir ilesos y pasar caminando por encima de los muros. Pero muchos de los sobrevivientes pasaron un calvario que fue una tragedia dentro de la otra luego de ser golpeados, quedar inconscientes o peor aún, despiertos atrapados por horas infernales con la vida colgando de un hilo.
Dios me permitió salir relativamente rápido de esa película de terror, pero es un laberinto impredecible el de la recuperación entre los traumas físicos y el afán de salir de los pasillos fracturados de la mente. El soporte de la familia y amigos ha sido inmenso.
El sofá frente al calvario
Moisés, joven bien dinámico que pasó minutos antes por nuestra mesa esa noche y que se sentó al fondo en un sofá, fue de esos privilegiados que salió sin un rasguño tras ver el derrumbe y caminar sobre los restos del nefasto techo. Pero vio en primera fila esa escena de terror crudo.
Semanas después lo recordé y pude comunicarme con él para saber su suerte. Me contó que junto a otro fornido hombre derribaron la puerta de salida de emergencia.
Me mostró el mensaje donde esa noche nos invitaba a sentarnos en su dichoso sofá. Los misterios del hado son incuestionables. Las palabras y argumentos sobran.
He visto con asombro y amargura cómo Anny Vukasin, una madre soltera no ha podido regresar a Bávaro a ver a su bebé de cinco meses y está pagando AIRBNB en Santo Domingo.
Sus operaciones en las piernas las mantienen postrada y le pronostican un año para poder caminar. La noche fatídica en la que coincidimos estaba sentada en ese segundo nivel que también rechacé ante el ofrecimiento del camarero que nos sentó en la última mesa disponible.
La comunicadora Camila García Durán la entrevistó en su programa “Para Contarlo”, donde ha demostrado una gran sensibilidad y compromiso profesional al dar un seguimiento al tema desde el día uno y la zona cero.
Quedé perplejo ante los testimonios que desde los primeros días ha publicado en su plataforma Al Tanto la colega Colombia Alcántara.
Parejas que no sabían que su alma gemela fue a ese baile, que fue una cita con la muerte, o que usualmente las dejaban salir solas a ese u otros lugares sin hora de regreso, me dejó claro que tenemos profundos abismos sociales en la familia de hoy.
Ni hablar de la capitana Alba Montero, quien a sus 34 años expiró luego de 46 días de agonía en cuidados intensivos y se convirtió en el alma número 236 que partió de este mundo aplastada por esa tragedia.
Fue la sexta víctima de su familia. Se marchó luego de su esposo y cuatro seres queridos más, dejando a sus tres niñas a la intemperie por el marchitado amor fraterno y con un dolor indeleble, humanamente inexplicable.
Sé que será difícil mudar a los vagones de atrás del tren de la memoria esos amargos episodios, esa pesadilla de la que no desperté para dejarla sepultada en el subconsciente esa infausta madrugada del 8 de abril. Pero el tren de este misterioso plano en el que sigo por obra y gracia del Altísimo no se detiene.
Más que de dinero, que solo paga lo terrenal y no recupera las valiosas almas sepultadas en los aciagos escombros, la sed es de justicia y respuestas valientes, que de forma y de fondo florezca con hechos la vergüenza y dignidad que no se tuvieron para evitar esa bochornosa negligencia que desvaneció tantos sueños entre una espesa nube de cemento negro.