La segunda vuelta de las elecciones presidenciales por estos predios es, desde hace tiempo, un sueño para los partidos que se saben en segundo y tercer lugar, porque es el chance que tienen, los primeros, de ganar las elecciones, y los últimos, de definir los comicios y obtener una cuota de poder.

De hecho, la segunda vuelta también constituye un sueño de los partidos minoritarios que osan llevar candidaturas propias en la primera ronda, aunque esos cada vez son menos. En la segunda vuelta los chiquitos se convierten en grandes, porque sus votos multiplican su valor.

Un puñado de sufragios puede ser decisivo en el balotaje. Muchos procesos electorales celebrados en otros países así lo demuestran. Que aquí eso no se haya visto hasta ahora, es otra cosa.

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La única experiencia


El sistema de doble vuelta se incorporó a la Constitución dominicana en el 1994, y se estrenó en las elecciones celebradas dos años después, en el 1996.

Con tres partidos fuertes dominando el escenario, y el puntero con problemas para juntarse con el 50 por ciento de los votos, eran amplias las probabilidades de que el pleito se fuera a “extrainning”, o sea, que se tuviera que definir en una segunda ronda de votaciones, como efectivamente ocurrió.

Es un proceso emblemático porque muestra cómo, bajo esa modalidad, el que llega en primer lugar en la primera ronda, aun con un margen significativo, puede pasar de ser el favorito del proceso a perder las elecciones por una alianza entre dos que, en sistemas de mayoría simple, ya habrían sido descartados.

En los comicios del 96, los votos rojos no dieron para ganar, y ni siquiera para quedar en segundo lugar, pero fueron suficientes para darle el triunfo al partido morado, que no había gobernado hasta ese momento.

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