Confieso que mi carrera profesional ha tenido algunas interrupciones, no tropiezos, ajenas a mi voluntad. Por ejemplo, así terminó abruptamente años atrás mi labor de comentarista en un canal de noticias y tiempo después, en la intervenida Zol 106.5, se me informó del cierre del programa con una nota de prensa de lo que me enteré después de ser publicada, con la idea, quién sabe, de evitarme molestias innecesarias.

Luego se me concedió un plazo para poner mis cosas en orden, y así concluyó Portada 15, librándome de una tarifa triple que mi afortunado suplente estaba dispuesto a sufrir.  Tiempo después me atribuyeron el mérito de organizar, en mi propia casa, una conspiración con otros colegas para forzar un resultado electoral, tarea aquella que suponía una dimensión antológica, en la que unas cuantas copas de vino y unos bocadillos, hubieran superado los gastos inmensos de una campaña electoral.

Tan cuidadosa atención sobre mí, forzosamente alejado en esos días de mi oficio predilecto, adquirió carácter especial  en los días finales de  esa campaña, cuando al tratar sobre uno de mis temas favoritos le hablé  por teléfono a un amigo del personaje  Ernani de la ópera de Verdi del mismo nombre, no de Hernani, el político, y escuché aquella  tercera sonora voz musitar: “Lo tengo”.

Mirándolo en retrospectiva, admito  ahora que aquella podía ser  una  conversación sospechosa tratándose de una ópera peligrosa en cualquier tiempo, porque sabemos de Verdi su fervor patriótico y que la célebre aria de Elvira, en el primer acto, Ernani, Ernani, involami, muchos años después de ser entrenada en 1844, sirvió de consigna a los patriotas de la joven Italia para presionar al rey Víctor Manuel a rebelarse contra el yugo del imperio Austro-Húngaro.

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