Definir el Estado es tan difícil como datar la fecha exacta de su nacimiento. En la definición influirán épocas y posturas políticas. En su nacimiento, regiones y culturas. Incluso es más fácil establecer las etapas por las cuales ha pasado este instrumento, y las características de ellas.

En su origen, el Estado parece haber sido el producto de la necesidad de protección del hombre antiguo, de sí y de su clan, que lo llevó a ceder parte de su libertad natural, a favor de una estructura que le brindase la seguridad que no tenía. Y, como la misma necesitaba orden, y no puede haber orden sin leyes, la creación del Estado fue, a un tiempo, la creación del Derecho, cuya función inicial sería contenerlo, mantenerlo a raya, para salvaguardar al individuo.

Quizá fue Maquiavelo, en el siglo XVI, quien primero usa con acentos actuales el término, “al escribir al comienzo de El Príncipe: Todos los Estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, son repúblicas o principados” (Sartori, La Democracia en 30 lecciones: 58).

Ahora, para facilitar su estudio el Estado ha sido dividido, estableciéndose algunos componentes básicos para su existencia, como son el territorio, la soberanía, la población y la autoridad o poder.

Esta “autoridad o poder” está ligada a reglas de convivencia y sanciones por acciones u omisiones, dentro de un tratamiento de igualdad.

El “Estado” dominicano ha tenido exceso de formas y reglas, pero de aplicación desigual. Y nuestra historia ha estado llena de personajes que en determinados momentos históricos –debido al uso normalmente abusivo del poder- encarnaban en sí dicha autoridad: ellos eran “el Estado”, cual Rey Sol caribeño.

Este “personalismo” ha afectado toda nuestra vida institucional. Y digo esto aceptando que tenemos instituciones.

Ese histórico abuso de poder “de los de arriba”, y cierto desapego a la ley de –casi- todos los de abajo, nos mantiene en el caos, el desorden.

Aquí cada cual hace lo que quiera: es la ley de la selva. Desde los encumbrados que no reciben sanción alguna por sus actos, hasta el señor de la esquina que toma la acera con un negocio y una música ensordecedora. Y todo está bien, nadie hace nada.

Además, somos un Estado sin agenda nacional. O, más bien, sin una agenda consensuada. Todos los acuerdos son coyunturales, por lo que con dado cambio coyuntural cambiamos de ritmo y dirección. Y quien no sabe adónde va no llegará a ninguna parte. Hemos vivido a tientas, cegados por la lucha de facciones, siendo muy difícil promover el consenso necesario sobre una agenda mínima nacional.

Razones para preguntarnos si tenemos realmente un “Estado”, y más aún democrático, social, de derecho u otros bonitos términos. A veces no encuentro frase más atinada para definirnos que aquella que Narciso Sánchez (1789-1869), le dijo a su hijo Francisco del Rosario Sánchez hacia 1844: “Desengáñate, Francisco: éste será país, pero nación nunca”.

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