No hay imagen más sincera que aquella que nos devuelve el espejo en el estado natural. Sin artificios ni subterfugios nos revela, tal cual, la realidad del paso de los años reflejada en el rostro, como muestra fidedigna de las épocas pasadas y de las que faltan por llegar.
Esas arrugas persistentes que las cirugías, el maquillaje o los tratamientos cosméticos quisieran disimular (o disfrazar en fotoshop), nunca pueden hacer desaparecer la evidencia de lo vivido ni desterrar la posibilidad de que ellas cuenten su propia historia: Alrededor de la boca y los ojos, por haber reído constantemente a carcajadas, en el medio de estos últimos, por mantener el ceño fruncido y la actitud concentrada o por debajo de ellos, como sombras de cansancio y trasnoches. En líneas horizontales sobre la frente, por las preocupaciones, desvelos o asombros; como flacidez en la papada, por todo lo comido y gozado.

La cara es el mapa de las experiencias y de cómo se han manifestado en nuestra existencia, demostrando momentos de júbilo o de constantes frustraciones. Es un abanico que cual caleidoscopio exhibe cada episodio de nuestro trajinar, desde el blanco del susto, el rojo de la ira o hasta el verde de la envidia, toda emoción se refleja transparente, como carta de presentación, tras el cristal de nuestras facciones.

Los secretos no existen para el semblante que en cada expresión ha sido testigo de nuestros grandes y peores momentos, como la prueba perenne e irreversible de los episodios transcurridos que se resisten al olvido y que insisten en ser recordados. Bien del arrepentimiento por las decisiones tomadas, bien de la plenitud de los aciertos.

Entre la sorpresa, la decepción, la ansiedad, el dolor o la satisfacción, ningún sentimiento le es ajeno, no hay disimulo posible para las reacciones faciales espontáneas, aunque quieran recogerse rápidamente para guardar las apariencias.

Esos surcos, profundos o superficiales, marcados o tenues, son la prueba ostensible de los caminos recorridos, cargados con la nostalgia de la niñez y hasta de la juventud, haciéndonos más humanos. Son la manifestación de que nuestro paso por la tierra no ha sido en vano y que no somos una masa inerte, sino, entes dinámicos y activos en pleno movimiento que reciben en la piel el impacto de los acontecimientos, como un lienzo sobre el que el tiempo con rotundidad pinta sus trazos, certeros e inevitables, pero, sobre todo, imborrables e irrepetibles.

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