Con los años deberíamos ser más fuertes, con un caparazón a prueba de llanto y de emociones que alteren nuestro ánimo, en especial cuando nos invaden escenas de dolor, independientemente de que la víctima sea o no cercana a nosotros.

¿Acaso el espacio y el tiempo no son barreras para que penetre en nuestra alma un cuerpo desgarrado, inerte, asesinado por culpa de las pasiones o del odio, o muerto por causas propias del azar o por caprichos de la naturaleza?

Me cansé de afirmar que las canas lograrían que nos asombráramos de pocas situaciones en la vida, porque casi nada nos era ajeno. En mi caso juraba que ese día estaba cerca, que no llegaba porque todavía no había superado los ímpetus de mi juventud. ¡Me equivoqué! Me rindo, el momento de vestirme de frialdad jamás llegará y doy gracias a Dios por ello.

No me refiero a los hechos creados o inventados por el hombre, como el Monumento a los Héroes de la Restauración de Santiago o las computadoras. Me concentro en lo inherente a nuestra esencia humana, con lo que nacemos y heredamos desde nuestro mismo origen.

Ya arrastro una marcada angustia desde los pasados cobardes ataques de Hamás a Israel y de la desproporcionada y abusiva respuesta de Tel Aviv en la Franja de Gaza, donde una palabra ya parece extirpada del diccionario occidental: genocidio.

El domingo pasado observaba en las redes lo que ocurría en nuestro país producto de la tormenta, donde cientos de nuestras familias amanecieron en la calle, con sus hogares destruidos por las inundaciones. Y, lo peor, varios murieron, en ocasiones de una manera atroz.

Estaba en mi habitación, sin ningún contratiempo, cuando me sacudió un extraño sentimiento de culpa, tal vez porque era injusto que yo estuviera cómodo y ellos en tormenta o quizás porque yo debería estar allá, en medio de la catástrofe, colaborando como pudiera.

El dolor del prójimo (incluso de todo ser viviente) debe afectarnos de algún modo y en ocasiones si no podemos ayudar a mitigarlo, al menos debemos orar por las víctimas. Y si no somos creyentes, coloquemos nuestro corazón en el centro de sus lágrimas.

Anhelo seguir sintiendo (aunque sufra en algún momento), jamás ser ficticio, no huir de la realidad solo o en manada, no esconderme tímido debajo de la cálida almohada cuando el mundo, nuestra patria o nuestro entorno se derrumba.

Ahora es tiempo de solidaridad, no de papeles, prensa, absurdas promociones y egoístas reclamos. La fraternidad se impone, así podremos caminar sosegados, con el favor de nuestro espíritu inquieto y comprometido con el Bien Común, pues el deber cumplido provoca paz.

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