Por mucho tiempo mantuve la tesis de que lo que estaba en crisis, si hablamos de partidos políticos, no eran los partidos per se, sino sus cúpulas-jerarquías, pues, en el fondo, un partido, en su accionar o praxis política-pública, refleja la ideología -que, a propósito, es lo menos hoy- de sus líderes y, de paso, el descrédito o no como figuras públicas al ejercer o desempeñar un determinado rol o representación en los poderes públicos; o ejerciendo el control político-financiero de un partido haciendo pertenencia -de grupo-élite- del mismo bajo múltiples subterfugios internos y en desmedro de su democracia y transparencia interna.

Como vemos el fenómeno tiene doble matriz: una de dinámica interna y otra hacia afuera; ambas han contribuido a la crisis actual del sistema de partidos y, por vía de consecuencia, a la frágil y complaciente democracia que tenemos producto de esos déficits o vicios sociales de los actores políticos y fácticos. Algo que el profesor Juan Bosch dejó bien explicado en términos sociológicos.

De modo, que el problema no está en el prototipo de dirigente, cuadro o líder en particular, sino en una “cultura” política históricamente establecida y que hizo que del caudillismo pasáramos al presidencialismo y de este al clientelismo, y de ahí, a su degradación última, el transfuguismo; al punto tal, que los partidos, !todos!, celebran, critican u obvian el fenómeno último dependiendo si les conviene o perjudica. Es lo que podríamos llamar una doble moral política.

Pero hay otra arista, muy sensible, del problema que ha contribuido mucho al descrédito de los partidos políticos: la “acumulación” de riquezas rápidas en muchos de los actores políticos a través de la corrupción pública-privada. Ese capítulo en Latinoamérica es parte medular del atraso y la entronización de un “modelo” de sociedad que, primero, moldeó el colonialismo -con su saqueo, exterminio de poblaciones autóctonas y secuelas estructurales- y la rapacidad del relevo criollo que asumió la jefatura -dependiente- de los incipientes poderes públicos, con sus escasísimas excepciones, como Juan Pablo Duarte y Díez, en nuestro país.

Por esos antecedentes históricos, es que resulta riesgoso, en países como el nuestro, levantar el discurso ético-moralista sin hacer un ejercicio retrospectivo o mirarse en el espejo de un determinado recorrido sociopolítico -sin obviar auscultar en el árbol genealógico-, pues, es casi seguro que se caiga en un ajuste de cuenta social -estigmatización- al sancionar al tigre y dejar ileso a la cúpula-élite -política-empresarial-oligárquica- o líder que regenteó el reparto o hizo poesía de evasión mientras el “modelo” no tenía el descrédito que hoy exhibe.

Por supuesto, hoy día es difícil recuperar la ética, la doctrina o la ideología perdida; pero más difícil se hace sí queremos sermonear en calzoncillos. Mejor y más constructivo resulta la autocrítica, como, por ejemplo: ¿qué tanto nos beneficiamos en el ejercicio, dilatado o no, de una función pública o, del tráfico de influencia directa o indirecta?-, primero, y luego, mirar a la redonda; y más que ello, coadyuvar a superar este estadio de degradación ética-política. ¡Eso sí vale la pena!

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