“Ya nada será como ayer y todo lo que vendrá va a depender de nosotros.
De nuestra capacidad de organizarnos, de hacer realidad los sueños y
de comprobar intentando un camino.”

Carmen Castillo Echeverría

La reflexión que encabeza este artículo podría parecer complicada cuando en realidad solo necesitamos acercarla hasta el corazòn mismo de la realidad, de lo cotidiano. Hacer de la política una práctica alejada de quienes se ofrecen como buenos pero bien cerca de los que necesitan casi todo. No es posible que la izquierda pretenda seguir haciendo lo que todos hacen cuando su única salida es acercar la lucha a las cuestiones cotidianas. En ese proceso es donde se construye una nueva moralidad y nunca al revés.

A estas alturas del siglo XXI cuando recién comenzamos a buscar, a olfatear el horizonte post neoliberal, se hace necesario revisar algunas cuestiones. La izquierda hizo en América latina un aporte imprescindible a la democratización de nuestros países en los últimos cien años y ese papel fundamental en la lucha por la vigencia de los Derechos Humanos y de la celebración de elecciones es algo que nadie puede desconocer. De esos aportes son testigos inolvidables nuestros muertos y también los sobrevivientes. Mártires y sobrevivientes deben ser actores irremplazables obligados a la hora de poner nostalgias en movimiento.

Ese importante papel jugado por la izquierda la obliga a cumplir ahora nuevas y desfiantes tareas que parten de aprender a leer correctamente el nuevo contexto. Empezando por lo obvio: la lucha “por la democracia” parece concluida pues la democracia por la que sacrificamos tanto ya dio todo lo que podía dar. Mantener la democracia como exigencia solo sirve para reproducir y distanciar la acción política de elites de las necesidades económicas de los más pobres. Hoy solo se puede ser democrático siendo antineoliberal, en tanto es un sistema que reniega de todo accionar democrático en forma permanente y que lleva a lo que todos repiten con frecuencia pero que nadie corrige: la democracia está en crisis.

El avance de la ultraderecha y sus métodos puede apreciarse en Perú, Guatemala, Bolivia, El Salvador y hasta en Chile. Pero no se trata solo de resultados electorales o golpes de Estado. El fracaso neoliberal se evidencia en que sus ofertas no han cumplido mínimamente ninguno de sus objetivos: pensiones bajo el límite de supervivencia, servicios de salud absolutamente incapaces de cumplir con estándares mínimos, una educación pública en crisis permanente, la mitad de los trabajadores en la informalidad, sin siquiera acceso a sueldos mínimos, ni a la salud, ni contratos de trabajo. ¿Es esa la democracia liberal?

Desde la historia la izquierda tiene que sacar y reivindicar lo que ha sido su accionar político en la historia reciente de América Latina. Los golpes de Estado, las rupturas democráticas no pueden ser atribuídas a la izquierda. Nadie de izquierda apoyó a Pinochet, a Videla, a Somoza, a Batista, a Trujillo, a Jeanine Añez, a Bolsonaro. La prolongación terrible de las dictaduras está muy relacionada con la permisividad hacia quienes cometieron o fueron cómplices por su apoyo a crímenes polìticos terribles. Esos protagonistas del horror -aunque alguien cometiera el error de perdonarlos comprándole sus libros, oyendo sus comentarios o leyendo sus artículos- nunca podrán reclamarse inocentes de los exilios, de las desapariciones, de los asesinatos, de la tortura.

Dice Carmen Castillo que hay que “comprobar intentando un camino”. Pues todo apunta a que la mejor manera de conseguir una forma de convivencia política superior es luchando por superar el neoliberalismo.

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