Shantal Astacio Cedeño
Shantal Astacio Cedeño

Por Shantal Astacio Cedeño
¿Nos hemos detenido a pensar que la mayoría de las veces no votamos por ideas ni por
propuestas concretas? Votamos por emoción, por esperanza, por orgullo, por miedo o por
deseo de cambio. Votamos por una historia que nos haga sentir parte de algo más grande,
porque las emociones nos movilizan, nos dan sentido, y nos conectan con causas, personas
y propósitos.

La emocionalización de la política es un proceso mediante el cual los sentimientos y las
emociones se convierten en los principales motores de la participación política, desplazando
en muchos casos el razonamiento racional y el debate de ideas (Mouffe, 2005).

Hoy, la política ya no se explica: se narra. Se consume como si fuera una serie. El político
no solo es un líder: es un personaje. Y el mensaje político, más que informar, inspira,
conmueve, enciende algo interno. Esta es la lógica del storytelling emocional: no se trata
solo de convencer, sino de conectar.

¿Y por qué esto se ha vuelto tan relevante? Porque vivimos tiempos donde la información
es abundante, pero el sentido escasea. Donde muchas personas se sienten desconectadas
de las estructuras tradicionales y justo en ese vacío, las emociones se convierten en el
puente más poderoso entre el liderazgo y la ciudadanía.

Para ilustrarlo, basta con observar dos campañas políticas muy distintas, pero que
coincidieron en un uso similar del storytelling emocional: la de Donald Trump en Estados
Unidos y la de Luis Abinader en la República Dominicana.

“Make America Great Again” no explicaba cómo ni cuándo se lograría ese objetivo, pero
despertaba una fuerte nostalgia colectiva. La frase apelaba al orgullo y al sentido de
identidad. El mensaje iba más allá de lo racional: tocaba fibras personales y nacionales. Fue
una estrategia emocional, sí, pero también profundamente humana: apelaba a la necesidad
de pertenecer y proteger.

En el caso dominicano, “El cambio va” fue una frase aún más sencilla, pero igualmente
poderosa. No se trataba de detallar un programa extenso, sino de activar un sentimiento
claro: el deseo de renovación, de avanzar, de creer que otra forma de hacer las cosas
era posible. La campaña de Luis Abinader conectó con una necesidad emocional colectiva
y generó confianza.

Ambos casos revelan algo esencial: en tiempos complejos, las emociones no son una
debilidad; son una guía. Son una forma legítima en la que las sociedades deciden a quién
seguir, en quién confiar y por qué caminos apostar. Porque donde no hay conexión
emocional, difícilmente hay compromiso real.

Hoy, el liderazgo más efectivo no es solo el que expone argumentos, sino el que logra
inspirar desde lo emocional y proponer desde lo racional. Las emociones se han vuelto una
vía legítima y necesaria para conectar con las personas, porque en el fondo, la política
—como la vida— se mueve por lo que nos importa, por lo que nos toca.

Las sociedades contemporáneas valoran tanto lo emocional porque las emociones no son
simples impulsos: son expresiones de lo que consideramos significativo. Como señala la
filósofa Martha Nussbaum, “las emociones no son impulsos irracionales, sino formas de
juicio sobre lo que valoramos profundamente”. En contextos donde abunda la desconfianza,
el cinismo o la desinformación, sentir se convierte en una forma de anclaje y orientación. Lo
emocional da sentido, identidad y pertenencia.

En definitiva, las emociones no son un accesorio del liderazgo político: son su corazón. No
basta con tener un buen plan, si no se logra tocar una fibra. No basta con tener razón, si no
se logra conmover. Hoy, quien lidera no es solo quien habla más fuerte, sino quien logra ser
escuchado con el alma.

Porque lo que realmente transforma a una sociedad no es solo la lógica de un discurso bien
armado, sino la emoción que lo hace vivir en quienes lo reciben.

Y tal vez, ese sea el verdadero arte del liderazgo: convertir las emociones en acciones
que nos unan y los sentimientos compartidos en caminos para el bien de todos.

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