Cada vez que me encuentro con alguien que valoro, como un agricultor con frutos o un músico que impacta, me concentro en sus manos. Es instintivo. Recuerdo que la primera vez que saludé al poeta, sacerdote, teólogo y revolucionario nicaragüense Ernesto Cardenal, ya fallecido, de inmediato contemplé sus extremidades superiores. Días después leía una de sus reflexiones “Todo lo que es hecho, todo lo humano de la Tierra es hecho por manos”.

Era el año 1995, en Santiago, mi ciudad natal. Me preguntaron si quería conocer y compartir con el político dominicano que más admiraba (sentimiento que perdura y madura con el tiempo). Obvia mi respuesta. Llegué al lugar, una casa algo campestre. No era sueño. Él estaba sentado en una cómoda mecedora. Me presenté. “Profesor, mi nombre es Pedro Domínguez Brito, un honor estar aquí con usted”, le dije con voz temblorosa.

Me dio la mano y ese trayecto lo grabé en mi corazón. Era blanca.

Sobresalían venas azuladas, pareciendo una estela de cielo recorriendo un valle de algodón. Con esa mano se habían escrito de los mejores cuentos y libros de historia de la patria, era de alguien cuya conducta política estuvo revestida con un templo de palabra: honestidad. Me habló de inmediato de los orígenes canarios de mi primer apellido, Domínguez, con una claridad extraordinaria; pero al escucharlo nunca pude dejar de mirar su mano. Era don Juan Bosch.

Hace días, también en la Ciudad Corazón, unos amigos del alma me invitaron a cenar. Al principio todos teníamos mascarillas, por lo que no era sencillo saber quién era cada uno. Nos saludamos. No lo reconocí. Pensaba que él todavía estaba en los Estados Unidos de América. Al enseñar su rostro, me percaté del personaje, y, naturalmente, guie mi mirada hacia su mano derecha, donde tenía un exclusivo anillo del Salón de la Fama de Cooperstown.

Estaba en presencia del deportista dominicano más emblemático de todos los tiempos. De sus dedos prodigiosos salía aquella pelota que perturbaba a los bateadores. No hay foto deportiva más impactante que la de él en el montículo con su pie izquierdo acariciando las nubes. Me contó parte de su vida e interesantes anécdotas. Hombre afable, buen conversador, con la sencillez de los grandes. Eso sí, sus palabras, profundas y sabias, no lograron desviar mi atención de su mano, la que tanta gloria y alegría nos dio como pueblo. Era don Juan Marichal.

Don Juan, el Bosch y el Marichal, sus manos han esculpido con dignidad y decoro el nombre de la República Dominicana. Manos inolvidables, manos constructoras, manos motivadoras, manos certeras, manos solidarias y manos esperanzadoras, como sus ejemplos.

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