En la “Serie de Titanes” celebrada recientemente en Nueva York, las Águilas Cibaeñas arrasaron con los Tigres del Licey. Por este hecho los aguiluchos juramos que eso es más importante que ser campeones nacionales en la actual temporada de beisbol profesional. En síntesis, ya estamos satisfechos. Para nosotros no hay nada más excitante que ganarle al Licey. Y si vencemos a otro equipo y a la vez pierden los autodenominados gloriosos, la alegría es doble.

Los aguiluchos somos modestos, independientemente de que, siendo realistas, nuestro estadio sea el más alegre del mundo, de que no existe en el planeta un merengue tan contagioso como “Leña” y de que nuestra aguilita sea la mascota más fenomenal del universo (la liceísta nadie sabe si es gato, tigre, ratón o jutía). Somos humildes, lo juro.

Y tenemos otra ventaja que alimenta nuestro entusiasmo: somos cabalosos. Los liceístas privan en no creer en la suerte, dizque porque son de la capital, cuando la verdad es que el nombre de su equipo proviene de un minúsculo río de la provincia de Santiago. Y hablando de cábalas, les aseguro que dan resultado. Es más, en una reunión de auténticos aguiluchos este tema es obligado, aunque a algunos les resulte vergonzoso admitirlo.

Hace días, en uno de esos encuentros, alguien expresó que las Águilas triunfan porque su cábala funciona. Inmediatamente hubo una guerra de cábalas. Cada uno afirmaba que la suya era la responsable de los triunfos mameyes y mientras lo hacían miraban a los demás de reojo, con recelo. Parecía un pleito interno de un partido político.

Uno aseveró que cuando iba al estadio con la ropa interior al revés las Águilas no perdían, que ahí estaba la clave. Otro dijo que le echaba Agua de Florida a la gorra antes de iniciar el partido y que eso sí que funcionaba.

El alcohólico del grupo afirmó que todo era resultado de su promesa de no beber durante el juego. El ateo indicó que antes de cada entrada rezaba el rosario en silencio y que ya hasta quería participar en los cursillos de cristiandad. La única dama presente, algo imprudente, se destapó con que trataba de no hablarle embustes a su novio mientras veía el partido, que eso daba dicha.

Y yo no podía quedar atrás. Manifesté orondo que los triunfos se debían a mi camisa amarilla de la buena suerte, que tiene un don, un misterio, un no sé qué, algo místico que convierte en gallardo e invencible a nuestro equipo. Y para terminar, entre nosotros, soñé que por publicar este artículo las Águilas saldrán del sótano y serán campeonas. ¡Ay, qué risa me da! ¡Tienen miedo!

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