Son siete, un número simbólico, mágico y bíblico, aunque también portador de las debilidades más comunes del ser humano y a las que nadie está ajeno. Más modernos que los doce mandamientos, a pesar de haber surgido antaño, pueden coincidir en un mismo individuo, para representar sus más bajas pasiones y a las que, por su frecuencia, nos hemos ido acostumbrando; a tal punto, que se consideran normales y simples vicios. Están en nuestra propia naturaleza y se han asumido con una normalidad que haría palidecer al mismísimo papa San Gregorio que los oficializó porque tienen mayor vigencia que en la época en que fueron concebidos hace siglos atrás.

La soberbia, con su compañero inseparable el orgullo, que se padece cuando se cree ser el dueño de la verdad absoluta; muy unido a la prepotencia de un cargo o una posición privilegiada, desaparece cuando igual lo hace el motivo que la provocó. De fieras indomables, a mansos corderos.

La avaricia, propia del acumulador para el que nada es suficiente y aun teniéndolo todo, aspira a más, para atesorarlo y no compartirlo ni en sus peores sueños. No muy lejos de ella, la lujuria, que apela a los instintos básicos, a pasiones desenfrenadas que se llevan todo a su paso. La ira, por su parte, que desborda todo pensamiento racional para que se imponga la furia a la calma.

En esa misma dirección, la gula que, aunque asimilable a la comida, alude a la sensación de insaciabilidad del que hace de sus apetencias un tonel sin fondo y desmedido que desborda los límites. Mientras que en la envidia -que algunos dicen es una retorcida manifestación de admiración- es con la que se aspira a lo ajeno y se resiente del éxito logrado por el otro y que se quisiera para sí mismo. Y la pereza, urdida en la vagancia, del que prefiere el estado contemplativo, ver afanar a los demás y se agota de solo observarlos desde su quietud cómodamente impuesta; es ese haragán, que no hace nada y cree merecerlo todo.

Se trata de un menú completo de seductores pecados para escoger al favorito, pero ¡cuidado!, no vayan a ingerirse demasiados y provoquen atragantamiento, indigestión o envenenen de tal forma, que su titular se auto aniquile con ellos.

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