Dicen los entendidos, que cuando un recién nacido aprieta entre sus deditos el índice de su padre, crea un vínculo indisoluble que no se romperá jamás ni con el cordón umbilical cortado antes. Esas manos, luego regordetas, son las que precisan ser sostenidas en sus primeros pasos para que no se caiga, mientras sus pies se hacen firmes hasta que pueda transitar solo.

Hay manos callosas por el trabajo duro que exigen esfuerzo físico, manos que recogen los frutos que otros habrán de comer, que construyen, que curan, que aportan y se extienden generosas hacia los demás. Manos que levantan al enfermo, que acarician y que revuelven el pelo. Manos a las que el ocio y la pasividad las hace atractivas, pero también inútiles y solo son las receptoras de unas uñas impecables que exhiben belleza, pero no productividad.

Manos que dirigen y enfatizan los discursos. Manos que acompañan las expresiones para hacerlas más explícitas y comprensibles. Pero también, están las que golpean, que encerradas en un puño se detienen en el cuerpo de otro para imponerse con una supuesta superioridad en donde la razón y la lógica no tienen espacio, solo la brutalidad absurda, salvaje, inexplicable y sin sentido. Manos que ocultan, que toman lo ajeno y se entran en los bolsillos, para luego ser apuntadas por otras que señalan, acusan y detienen.

Manos que aplauden con entusiasmo los logros ajenos, que motivan, que se mueven al ritmo de la música entre alegrías; que reciben, que dan, que esperan, que ofrecen, que exigen. Manos que, asidas a un lápiz y en torno a otra, enseñan a escribir; que rodean y se entrelazan para demostrar amor y en un lenguaje silente parecen decir, no estás detrás ni delante para seguirte, ni al frente para que marques la pauta, sino al lado para acompañarme en un mismo nivel, como iguales que se complementan y se transmiten su calor entre los dedos y saben que pueden contar uno con el otro.

Manos nervudas, delgadas y temblorosas en el ocaso de los tiempos, que han perdido lozanía, pero cuentan sus propias historias porque hasta ellas no pueden llegar los tratamientos para ocultar la vejez, por ser testigos físicos sin disimulo de que la juventud quedó atrás. Manos que, a pesar de los años, no claudican ni pierden la voluntad para continuar los días, pero igual, vulnerables, débiles y ansiosas de ser tomadas entre ellas. Manos que luego descansarán en el pecho cuando el corazón se apague ya cansado de tanto latir y sean las de otros las que la conduzcan.

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