“The first thing we do, let’s kill all the lawyers” (William Shakespeare)

Aunque el título sugiere ajustar cuentas con esa clase tan vilipendiada donde no todos pasan con notas sobresalientes y en el mejor de los casos, aceptables, se impone una realidad innegable: la convivencia es imposible sin estos profesionales. Mientras exista un derecho que proteger o un deber que hacer cumplir, la figura del abogado surge omnipresente, combatiente y crítica para vivificar esas normas inertes, cuyo contenido adquiere vigencia cuando, asumido su imperio, pasan, de ser letras muertas sin sentido, a realidades concretas del diario vivir. El licenciado en Derecho es el portador de la voz de alarma contra el absolutismo, las violaciones a las reglas, las arbitrariedades y excesos; combatiente de las injusticias y defensor de los más débiles, ninguna otra ocupación puede darse el lujo de lograrlo.

Aunque no todos dignifican la toga, la excepción confirma la regla y la falta de escrúpulos no es exclusiva del derecho; hay doctores, ingenieros, banqueros o administradores que han hecho de su ejercicio profesional un caldo de cultivo para las peores ejecutorias porque la ética se lleva en el proceder diáfano, honrado y diligente, por encima del ámbito desde el cual se ejerza y a pesar de él. Las clases no se suicidan y esta, a pesar de su mala fama, siempre será requerida para disfrutar los bienes y disponer del patrimonio, hacer valer lo que nos pertenece, recibir herencias, procurar que los actos correspondan con la palabra empeñada y preservar la libertad del que la tiene en riesgo o la ha perdido, en mérito de su dignidad.

Desde la estructura republicana de que gozamos, hasta las funciones de los que ocupan el poder y el alcance de sus atribuciones, todo gira en base a un andamiaje jurídico robusto cuya interpretación corresponde al experto en leyes, como celoso guardián de que se acaten, tal como se previeron en su redacción original. No puede existir un orden social posible sin un sistema legal franqueado por los que garantizan la sana convivencia para que cada uno comprenda que sus prerrogativas llegan hasta el límite en que no afecten las de los demás.

Podemos matar a los abogados, pero luego no nos quejemos cuando no haya quien defienda a los que perpetraron esa obra ni los que representen a los afectados para que el crimen no quede impune. Eliminarlos deja al resto a merced de los otros profesionales que podrán hacer lo que les plazca sin el muro de contención que solo la ley permite. Serán muchos, talvez demasiados, pero igual en este mundo convulso los conflictos a resolverse tampoco tienen fin.

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