Decía Bobby Fischer, excampeón mundial de ajedrez que “el ajedrez es una guerra en un tablero y que el objetivo es aplastar la mente del oponente”; mientras que Emanuel Lasker, otro excampeón mundial, afirmaba que “el ajedrez por encima de todo… ¡es una pelea!”.

Especialmente gracias al juego-ciencia, tengo amigos rusos y ucranianos, israelitas y palestinos. Al menos he visto enfrentarse a los primeros, en sus equipos femenino y masculino. Como ambos países tienen buenos jugadores, la guerra dentro del tablero siempre es cruda e intensa. La lucha se inicia con un saludo entre los dos ajedrecistas, como muestra de cortesía.

He observado peones agonizantes rematados por el hacha del adversario, caballos con sus extremidades desgarradas hasta desangrarse, alfiles amarrados con cadenas rumbo al inmisericorde paredón, torres derrumbándose estrepitosamente y quedan apenas cenizas, reinas ultrajadas acusadas de brujería camino a la hoguera y reyes decapitados luego de un mortal jaque mate.

A pesar de ese escenario, también al finalizar la partida, independientemente de los resultados, los ajedrecistas se dan la mano en señal de respeto, porque casi todos saben que aquello es solo un emocionante y combativo deporte y que lo importante es promover la paz y la unidad entre los humanos, sin importar religión, ideología política, color de piel o riqueza o pobreza de cada uno.

Confieso que se me dificulta entender las guerras, incluso reconociendo el odio, el salvajismo, la intolerancia y los intereses económicos que imperan en el mundo. Este siglo XXI, en esencia, en cuanto a nuestro comportamiento, no dista mucho del de la época de las cavernas. ¿Qué sentirá en su alma el ruso que mata al ucraniano o el integrante del grupo Hamas que asesina a un israelita y viceversa?

Hace días el papa Francisco, como nos tiene habituados en temas trascendentes para la humanidad, escribió por tuit: “Sigo con dolor cuanto está sucediendo en Israel. ¡Que los ataques y las armas se detengan, por favor! Que se comprenda que el terrorismo y la guerra no conducen a ninguna solución. La guerra es una derrota. Oremos por la paz en Israel y Palestina”.

Que se maten todos, pero en el ajedrez; que compitan en el deporte, las ciencias, el arte y la cultura; pero jamás donde haya sangre de por medio.

Finalizo con una breve reflexión sobre las guerras: “Batallas estériles: ímpetus desangran, juicios anulan. Duelo, pasos del uno al diez, dos caídos, nadie celebra. ¿Para qué desenvainar espadas o profanar con pólvora? Camina desnudo de armadura y espalda liviana. Aléjate cuando vibren los labios del trompetista desafinado. Regresa cuando la sintonía atiborre cada murmullo. Sin nada que defender, pasividad es sabiduría; victoria, paz”.

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