Las universidades dominicanas están repletas de mal llamados profesores que no tienen aptitud ni actitud para enseñar.
Me pasó a mí cuando estudié Derecho, le pasó a muchos de mis compañeros de carrera y lamento vaticinar, como van las cosas, que mañana le pasará a nuestros hijos también. Todos hemos sido víctima de profesores ineptos que buscan imponerse en un aula de clases porque no logran hacerlo en otras áreas de sus vidas.

Cuando el hermano de una conocida me contó de una profesora que humilla y pisotea estudiantes sin razón alguna, fue inevitable para mí recordar aquellos amargos momentos lidiando con incultos megalómanos que lograban ser catedráticos de Derecho no por méritos, sino por su vínculos con rectores y directores de departamentos.

Recordé tantos casos de abogados mediocres de pobre formación y que no estaban capacitados para impartir una materia. También recordé aquellos maliciosos que pretendían moldear la mente de sus alumnos utilizando el terror psicológico y, en muchas ocasiones, convertirlos en borregos que defendieran, sin herramientas críticas para cuestionarlos, los intereses a los que aquellos “maestros” estaban adscritos. Sin embargo, creo que lo que más recuerdo es la típica situación de presuntos catedráticos llenos de frustraciones porque no han llegado a trascender en sus vidas, que no influyen en decisiones importantes y descargan su ira contra las únicas personas sobre las que podrían tener algún tipo de ascendiente: sus estudiantes.

Lo preocupante de esta situación tan común en las universidades dominicanas es que nunca se ha planteado como un problema en las discusiones sobre políticas de educación superior. Se debate sobre crear o eliminar carreras, ampliar o modificar programas académicos, aumentar salarios de profesores, diseñar nuevas evaluaciones y muchos otros temas de forma, pero nadie parece ponerle atención a ese terrible mal de fondo que representa la falta de calidad de los que enseñan y la mezquindad con que desempeñan muchos profesores esta labor.

Ojalá el Ministerio de Educación Superior al menos contemple el problema. Ojalá los rectores de las universidades dejen de hacerse de la vista gorda. Pero sobre todo, ojalá los directores de departamentos dejen de designar profesores para congraciarse con ellos y comiencen a hacerlo sometiendo a los candidatos a las mismas pruebas psicológicas que tomarían si fueran a portar un arma de fuego. Porque es necesario tomar en consideración la única justificación válida: los mejores intereses del cuerpo estudiantil, los nuevos profesionales y el futuro de nuestra sociedad.

Es imprescindible prestar atención a la calidad del profesorado en las universidades.

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