El que no lograba llegar a nivel de notas aceptable simplemente se “quemaba” y agotados los recursos de recuperación de los exámenes de julio y septiembre, se “repetía” el curso sin que esto llevara al niño a tratamientos especiales, ni a traumas insuperables con “graves” daños a la personalidad. La época de los reglazos no produjo una legión de resentidos, como tampoco la provocaron los pellizcos oportunos o los “cocotazos” certeros, tras una malacrianza o un mal comportamiento. Al maestro se le respetaba como a los padres y era responsabilidad del alumno el hacer la tarea y no de padres, como hoy se pretende. La escuela era el completivo de la educación en el hogar y jamás suplía lo que en el hogar escaseaba. No se conocía la dislexia, ni la “hiperactividad”. Nos enseñaron a aceptar fracasos, a identificarnos con el éxito y aprendimos a manejar los retos de cada día, sin que ningún pedagogo, psicólogo o terapeuta tuviera que instruirnos, en las relaciones con los demás, ni a acomodar la libertad con las responsabilidades: el régimen de consecuencias se encargaba de eso. Nos exigieron respeto para los mayores, al son de la frase “las canas se respetan, cojollo” y una “tabaná” al primer desvío. Los mayores del barrio tenían licencia para corregir y castigar y la simple frase de “se lo voa’decí a tu papa” era origen del terror a la pela silabada: cada sílaba expresada, provocaba un sonoro chancletazo. A pesar de que a las niñas las reprendían con: “las niñas no juegan con los varoncitos”, más tarde aprendieron que la vida es eso: jugar unos con otros. Cantábamos canciones infantiles que de manera tradicional habíamos aprendido, canciones que hoy se desdibujan y se pierden. “Una candelita…. a la otra equinita” por citar un solo juego, además de Matarile rile ron. Las preguntas sobre sexo las respondían nuestros propios amigos, llenándonos de disparates y malas concepciones, porque los adultos decían: “esa no es pregunta que un niño debe hacer” y a pesar del desvío, la vida nos las respondió todas sin que quedaran cicatrices en la personalidad. El aparecerse en la casa con objetos ajenos o no justificados, daba lugar a indagatorias de procedencias y castigos y “correazos” si no quedaba claro el asunto. Nuestros padres indagaban con quién nos juntábamos y si de dormir en casa de un amiguito se trataba, eso llevaba un interrogatorio mayor y pruebas de la aceptación en la casa de la invitación. Los juegos eran activos y hasta violentos, pero inocentes y enseñaban a competir. Las revistas de “mujere’ncueras”, que eran realmente pornografía simple y semidesnudos, eran tenidas como tesoros escondidos que descubiertos, causaban la confiscación” del material y serias reprimendas o castigos, pero señalaban el torrente de hormonas que corría en nuestros cuerpos. Hacíamos muchos de nuestros propios juegos, incentivando la creatividad y las destrezas.

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