Es común que cuando ocurre un hecho de impacto negativo, donde esté involucrada la Policía Nacional (PN), se hable y se exija de inmediato su “transformación y profesionalización”. Y estos reclamos suelen ser de buena fe, acompañados de duras críticas contra los responsables de mantener el orden público y social.
Reconociendo que falta mucho camino por recorrer, la PN ha avanzado bastante en los últimos años. Su personal es cada vez más calificado, ha mejorado el respeto a los derechos humanos, ha disminuido el “macuteo” y se han perfeccionado los procesos de investigación. Si no lo creen, basta compararla a como era en décadas pasadas.

En ocasiones pecamos de injustos al evaluar la labor de la PN. Vemos lo malo de sus actuaciones (las que debemos condenar) y no los sacrificios que hacen sus miembros, arriesgando sus vidas a cada momento. La mayoría de sus integrantes (al menos con los que he tratado) cumple su deber, aun dentro de serias limitaciones, de las cuales no todos los ciudadanos tienen conciencia. Veamos, por ejemplo, el aspecto humano. Les presento una breve historia.

Hace años, en mi condición de abogado, visité un destacamento policial para tratar asuntos propios de mi profesión. Era casi de noche. Me atendió un joven, vestía camisa azul y pantalón kaki. Me pareció un estudiante de liceo nocturno haciendo pasantía en un cuartel. Hablamos de mi caso con detalles, me trató bien, fue amable, aunque se le notaba cansado. Me pidió que regresara temprano al día siguiente para continuar con las investigaciones.

Horas después volví a su pequeño despacho, ahora con más papeles sobre el escritorio. Y me recibió de nuevo aquel mozalbete, ya extremadamente agotado. No podía evitar los bostezos y su ropa escolar estaba bastante estrujada.

“Perdóneme licenciado, es que no dormí trabajando en la calle, en unos operativos”, me dijo como justificando sus ojeras y su evidente falta de aseo. Decía la verdad, pues también llevaba un chaleco antibalas y el arma muy visible. Le sugerí que fuera a descansar y le brotó una leve sonrisa. “Licenciado, yo no me gobierno ni tengo horario”, me expresó.

Más tarde me enteré de que unos delincuentes lo habían matado, dejando una viuda y sin padre a dos hijos. Esa muerte me llegó, pues no es menester conocer a alguien para sentir su desgracia, que si así fuere la palabra solidaridad no existiría.

Nuestros policías son de carne y hueso, que patrullan para protegernos, que aman y lloran, que aspiraban a vivir con cierta dignidad. Apoyemos la imprescindible “transformación y profesionalización” de la PN, pero, a la vez, antes de juzgarlos, comprendamos mejor su realidad y sus necesidades.

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