La reforma constitucional de 2010 representó un punto de inflexión en el diseño del control democrático en la República Dominicana. A través del artículo 246 de la Carta Magna, se confirió al Poder Legislativo una función cardinal: ejercer, junto a la Cámara de Cuentas y la ciudadanía, el control externo sobre los fondos públicos. Esta disposición no sólo consolidó el rol fiscalizador del Congreso Nacional, sino que lo elevó a otra dimensión de compromiso patriótico con la transparencia, la institucionalidad y la lucha contra la corrupción administrativa.
Esta nueva dimensión de control se adiciona a las ya previstas en el artículo 93.2 de la Constitución, configurando un andamiaje normativo robusto y ambicioso. No obstante, existe una profunda y lamentable disociación entre el marco constitucional y legal vigente y la realidad operativa del Congreso Nacional. A pesar de contar con herramientas jurídicas adecuadas, la fiscalización efectiva del gasto público por parte del primer poder del Estado es, en la práctica, insuficiente, inconstante y, en ocasiones, prácticamente inexistente.
Esta omisión, que trasciende lo técnico para convertirse en un drama ético y político, pone en riesgo principios esenciales del orden democrático: la rendición de cuentas, el control institucional del poder, la equidad presupuestaria y la eficiencia del gasto. Lo que está en juego no es sólo la correcta administración de fondos públicos, sino la confianza de la ciudadanía en sus representantes.
Las causas de esta debilidad son estructurales como políticas, llama la atención la pasividad de comisiones claves como la de Hacienda. La omisión legislativa, se ha normalizado, como si la falta de control fuera una costumbre tolerable, cuando en realidad es una amenaza directa al sistema de pesos y contrapesos que sostiene toda democracia funcional.
En síntesis, es urgente reorientar la labor de fiscalización del Congreso Nacional. No es una opción técnica: es un imperativo histórico. Urge revitalizar el rol del Poder Legislativo como verdadero vigilante del uso de los fondos públicos, recuperar el valor de los informes de la Cámara de Cuentas, y convertir el control legislativo en una herramienta viva, eficaz y comprometida con el bien común.
Porque cuando el Congreso Nacional abdica de su deber fiscalizador, se fomenta la corrupción administrativa, y, se incumple la función de representación, lo cual limita la transparencia, rendición de cuentas, y, consolidación del Estado Social y Democrático de Derecho.