Para ser desagradecido sólo hay que haber nacido. Ese es el tipo de gente que achacaba y sigue achacando todo lo malo que pasaba en este país al ilustre Jefe.

El Jefe se rodeaba de intelectuales, hombres cultos, preparados, gente de bien que sólo deseaba servir a la nación y la servía sirviendo al Jefe. Nunca tuvo el país tantos hombres ilustres en el gobierno. Un funcionario corrupto no tenía cabida en su gabinete. Había también gente mala, como en todos los gobiernos, sobre todo en la guardia y la policía, gente que no le pedía permiso al Jefe para cometer sus bellaquerías. Coroneles y generales que hacían lo que les daba la gana sin que el Jefe se enterara, oficialitos que actuaban por su cuenta y siempre a espaldas del Jefe, sin que Jefe lo supiera. Pero cuando el Jefe llegaba a saberlo era el primero en indignarse.

Todos recuerdan cómo castigó de viva voz y en presencia de delegados extranjeros los excesos de varios oficiales durante el proceso de dominicanización de la frontera y cómo humilló a Ludovino Fernández por ensañarse con el cadáver de Desiderio Arias.

Los detractores del Jefe no le agradecen ni reconocen nada. Salvó el país de los invasores y sus detractores lo acusan de genocidio, salvó al país de la montonera y le llaman tirano. La dominicanización de la frontera es lo que llaman el corte, la matanza haitiana, la masacre del perejil, el genocidio. El genocidio, sí, el genocidio.

Todos los haitianos muertos a manos de gente nerviosa y asustada que perdió el control de la situación durante la deportación se los pegan al Jefe, toda la gente que murió a manos de incontrolables infiltrados en las filas del orden se la pegan al querido Jefe, todos los abusos, todos los crímenes que se cometían eran obra del Jefe que ni lo sabía ni tenía tiempo para atropellar a tanta gente.

Que había en las filas del gobierno subordinados que se insubordinaban y excedían en el ejercicio de sus funciones podía ser cierto, ya lo he dicho, pero también había luminarias como Troncoso y Peynado, intelectuales como Peña Batlle y reconocidos humanistas como el discreto, inspirado, resignado y sufrido Dr. Joaquín Balaguer, a quien el mismo Jefe y el destino pondrían en manos las riendas del país y la continuación casi ininterrumpida de la Era Gloriosa.

Los detractores del Jefe no hacían ni hacen más que lo saben hacer: detractarlo. Pero mis hermanas y yo conocíamos a fondo la bondad de su corazón, sabíamos de lo que era capaz el querido Jefe. Él devolvía cada golpe de ingratitud con nobleza, cada traición con el perdón. Por eso un gran patriota, un hombre público lo definió en su esencia, su quinta esencia: Trujillo es como el sándalo, que perfuma el hacha que lo hiere.

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La lista de los muertos, los muertos conocidos, los tantos muertos, los muertos más y menos ilustres, los muertos que murieron de mala muerte es algo que no parece que se acaba y no se acaba porque no se conoce más que la superficie de los campos de exterminio.

De una u otra manera la bestia comenzó a desembarazarse primero de quienes habían sido sus aliados, aquellos que los habían llevado al poder y ahora le hacían sombra, los que vieron cuando era demasiado tarde las entrañas del monstruo que habían aupado y dieron muestras de horror.

A Estrella Ureña, su vicepresidente, el verdadero creador del movimiento que lo llevó a la presidencia, lo apartó del poder en medio del festín, lo segregó, lo convirtió en un paria social durante muchos años hasta que decidió ponerle fin a sus días.
Desiderio Arias era más peligroso e hizo que lo ejecutaran, le cortaran la cabeza y celebraran su muerte en los pueblos del Cibao como una fiesta. El prestigioso opositor Virgilio Martínez Reyna era también un peligro y le propinó una muerte cruel junto a su esposa Altagracia Almánzar, que estaba esperando un hijo. Hay quien dice que en la matanza no se salvó ni la muchacha del servicio. Pero la saña, la sed de sangre de la bestia no se dio por satisfecha. También persiguió, hostigó, encerró en un exilio interior a la familia del difunto, la familia Mainardi Reyna, pues aquellos que caían de la gracia del Jefe no tenían una segunda oportunidad en este infierno. Bastaba con que un miembro de una familia se hiciera o lo hicieran desafecto al régimen para que el resto cayera en desgracia. Era la lógica del poder que se aplicó a los Larancuent, a los Perozo que fueron prácticamente exterminados. A tantas otras familias.

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No hay mejor cuña que la del mismo palo, reza el refrán.

La mayoría de los conjurados pertenecía en mayor o menor medida al círculo de amistades o conocidos, al entorno social de la bestia, algunos al círculo íntimo, al entourage sacré. Cuñas del mismo palo, como se dice. Ángeles que iban a caer, que empezaban a sudar copiosamente.

Todos sudaban a mares, probablemente, a causa del calor que sentían por dentro, la caldera que estaba a punto de estallar, los nervios que parecían a punto de reventar, la tensión que trataban de disipar con aquellos movimientos compulsivos de las manos y los dedos que acariciaban los hierros.

La presión de todos esos días que se convirtieron en semanas y meses había ido en aumento y ahora llegaba a un punto culminante que era también un punto muerto. Ya no había vuelta atrás, quizás lo peor había pasado. ¿Cómo habían podido soportar durante tanto tiempo las dudas, las vacilaciones, el temor a ser descubiertos, a la delación por parte de sus propios compañeros, la zozobra cotidiana de aquella permanente incertidumbre? ¿Cómo habían podido eludir la vigilancia del temible Servicio de Inteligencia Militar, cómo se habían podido encubrir, disimular, frente a los ojos de sus potenciales enemigos y sobre todo de sus seres queridos, cómo habían podido mantener oculto a sus esposas, hijos, padres, hermanos y demás familiares los hilos de una trama que afectaría las vidas de inocentes y culpables?
Ya no había vuelta atrás. Pero lo peor no había pasado. El precio que ellos podían pagar lo habían calculado al milímetro. El que pagarían sus familiares era imponderable.

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