Luego de “El coronel no tiene quien le escriba”, García Márquez publica la colección de cuentos “Los funerales de la Mamá Grande”, y más tarde, en 1962, “La mala hora”, su cuarto libro. Hasta aquí su biografía no tiene nada de espectacular (como la tuvo su admirado Hemingway, por ejemplo), era una modesta vida llena de estrecheces y limitaciones, ejerciendo el periodismo para comer y escribiendo de noche, robándole horas al sueño, “para vivir”, envolviendo en los mantos de la ficción los fantasmas de su niñez.

La espera terminó en 1967 a los treinta y nueve años y luego de más de una década de la aparición de su primera novela. Sin embargo era escéptico, de sus “libros anteriores sólo se habían vendido hasta entonces unos mil de cada uno” por lo que nunca pensó en el inmensurable éxito que alcanzaría este libro, su quinto, en el público.

La primera edición, de unos veinte mil ejemplares, publicada por la Editorial Sudamericana se agotó en quince días y en una sola ciudad: Buenos Aires. Y, como afirma Vargas Llosa en “Sables y Utopías”, “una crítica unánime confirmó lo que habían proclamado los primeros lectores del manuscrito: que la más alta creación literaria americana de los últimos años acababa de nacer” (Cien años de soledad: el Amadís en América, 1967).

“Estaba seguro de que tendría buena crítica. Pero no de su éxito en el público” dice García Márquez en “El olor de la guayaba”, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, para luego confesar que nunca se imaginó que se vendería “en todas partes como salchichas calientes”.

En esta novela puede ocurrir. En los primeros párrafos, al fundar el pueblo, inicia la magia: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Luego llegan los gitanos con los “inventos”: Imanes que desenclavaban los clavos y tornillos de las casas, dándoles “vida propia”; catalejos que “eliminaban las distancias” y lupas gigantescas para encender cosas al concentrar los rayos solares.

Gitanos que mueren de fiebre “en los médanos de Singapur” y cuyo cuerpo es “arrojado en el lugar más profundo del mar de Java”, pero regresan a la vida pues “no pueden soportar la soledad”. Efectivamente, Melquíades “sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes”.

También se encuentra un “enorme galeón español” “firmemente enclavado en un suelo de piedras” a doce kilómetros de distancia del mar. Lo que hace exclamar a José Arcadio que “Macondo está rodeado de agua por todas partes”.

Y una mujer rodeada por una sábana blanca asciende al cielo en cuerpo y alma; y vemos parejas “cuyas fornicaciones formidables propagan en torno suyo la fecundidad animal y vegetal”; y un diluvio bíblico e ininterrumpido que duró “cuatro años, once meses y dos días”; y un descendiente producto del incesto que nace con “una cola de cerdo”; y otro –Mauricio Babilonia- alrededor del cual vuelan mariposas amarillas.

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