Cuando reflexiono sobre los verbos “vencer” y “convencer” necesariamente recuerdo a don Miguel de Unamuno, el gran escritor y filósofo español “alborotador de conciencias”. Se le atribuye la frase “Venceréis, pero no convenceréis” en respuesta a las violentas palabras del general Millán Astray (llamado “el novio de la muerte”) fiel seguidor del general Francisco Franco.

Ocurrió en el año 1936 cuando don Miguel, en su condición de rector de la Universidad de Salamanca, pronunciaba allí lo que fue un célebre discurso. Sugiero que lean lo sucedido ese épico día, lo que a la vez motivó este artículo, el cual adapto a mi profesión de abogado y algo de político.

Algunos abogados, muy pocos, en su papel de defensores técnicos, cuando están en los tribunales no se enfocan en convencer al juez, se concentran en sus clientes, en el auditorio y hasta en la ciudadanía. Ciertos leguleyos se dirigen a todo el mundo, menos a quien toma la decisión. Igual ocurre con una pequeña parte del Ministerio Público: deben convencer esencialmente al magistrado en la solicitud de medidas de coerción o en el juicio de fondo, pero en no pocas ocasiones se enfocan en lo externo.

El magistrado bosteza, observa el reloj y, ya “jarto”, le pregunta al preguntón si tiene otra pregunta y entonces es cuando el preguntón arrecia su tanda en el interrogatorio, pregunta lo mismo, preguntas insulsas, preguntas por preguntar; y si es el turno de los argumentos, el preguntón se transforma en “teórico sin base” y habla y habla y habla, jurando que está dando cátedra al universo, sin percatarse de que el juez, el secretario y hasta la conserje que pasaba por ahí, no soportan una vocal más.

Y es tan fácil entender que el juez, o los jueces, tienen la última palabra. Eso se llama “sentencia”. Se convence con la ética, la verdad y el conocimiento, respetando el debido proceso. Pero a todo esto le agrego: para convencer y vencer se requiere además de una alta dosis de sentido común.

En política existe por igual ese problema; bueno, en realidad, en la vida. Disfruto de vez en cuando las discusiones políticas, aunque en lo personal las evito, pero es inevitable estar presente en ellas. Aquí hablar alto es considerado sinónimo de ganar el debate, a veces acompañado de ofensas o mentiras, creyendo torpemente que con ello se remata al contrario y que el público aplaudiría.

No son pocos los que por intentar “vencer” se olvidan de “convencer”, sin negar que no es extraño “vencer” sin “convencer” en el derecho y en la política. En este último escenario la victoria es dudosa y hasta podría ser peligrosa.

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