El absurdo dilema

Hace muchos años, individuos y países descubrieron las ventajas de especializarse, en lo que eran relativamente más diestros.

Hace muchos años, individuos y países descubrieron las ventajas de especializarse, en lo que eran relativamente más diestros.Un cirujano, por ejemplo, delega en la enfermera, aunque sepa hacer mejor que ella su trabajo. Sería una pena que desperdiciara su talento poniendo sueros. Al concentrarse en operar, lo hace cada día mejor. Y la enfermera, también progresa.

Los países hacen algo parecido, y a través del comercio obtienen lo que otros producen mejor: los franceses compran juguetes chinos, y los chinos degustan vinos franceses (qué triste sería que tuvieran que brindar con vino chino).

Mientras más se especializan y comercian, más rápido avanzan. En Nepal, por ejemplo, los ciudadanos saben hacer de todo un poco (cocinar, arreglar techos, reparar zapatos, curar…) Pero están sumidos en la pobreza por eso de que “el que mucho abarca poco aprieta”.

No existe, en cambio, un país rico que no se haya basado en la especialización (la inteligente, obviamente, porque de nada sirve dedicarse a lo que nadie está dispuesto a comprar) y el comercio con otros.

Sin embargo, continuamente aparecen fuerzas que entorpecen la magia transformadora del comercio. Porque cuando un país “invade” con sus productos a otros, está feliz. Pero si es al revés, aparece un ruidoso grupito con una repentina preocupación patriótica por la “dependencia”.

Se trata de productores locales (atrasados con respecto a sus competidores de fuera) que logran que se impongan barreras de entrada a los productos extranjeros. Esto los libra de competir y condena a la mayoría a comprar sus productos malos o caros. Si por ellos fuera, todavía anduviésemos a caballo, o escribiríamos a máquina. Menos mal que no a todos se les ha hecho caso.

En el eterno dilema entre liberar el comercio o proteger productores locales, son insólitas las justificaciones de los proteccionistas. Tanto es así, que en el siglo XIX, Frederic Bastiat los ridiculizó, invitando a todos los ciudadanos a cerrar ventanas y puertas durante el día, para que el sol no hiciera una competencia injusta a los productores de velas.

Pasan los siglos, y todavía debemos recordar esa sátira. ¡Porque no acabamos de librarnos de lo absurdo!

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