Accidentes de tránsito, triste historia sin final

Una vez más, los accidentes de tránsito en el país ocupan titulares de importancia en los principales medios informativos, y de forma inevitable nos obliga a centrar la atención en un tema que por sus características será siempre motivo de análisis

Una vez más, los accidentes de tránsito en el país ocupan titulares de importancia en los principales medios informativos, y de forma inevitable nos obliga a centrar la atención en un tema que por sus características será siempre motivo de análisis y discusión.

Es una situación que resulta alarmante, aunque por momentos el tema se repliega, así como solemos confinar al océano de la indiferencia problemas puntuales que nos atañen como nación y que al menos en teoría debemos resolver sin renunciar a esos propósitos.

El más reciente informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), sobre las muertes por accidentes de tránsito, no debería sorprender a nadie, sobre todo en un país donde la ley de tránsito (Ley 241) no sólo se irrespeta, sino que es burlada de manera franca y abierta por una gran mayoría de conductores.

Las consecuencias trágicas, de funestas secuelas para miles de familias, se desprenden en muchos casos del comportamiento irresponsable de conductores que obvian los mandatos de esa legislación.

Es común escuchar voces que cuestionan el contenido de la Ley 241, alegando que es obsoleta, y que por esta razón resulta poco funcional y desajustada a la realidad que nos asiste: enfrentar con eficacia el flagelo de los accidentes de tránsito.

Y quizás esos críticos tengan parcialmente la razón, aunque me inclino por el problema de fondo, de origen, que es la falta de conciencia y educación ciudadana, sumada a la ausencia de un plan oficial, integral y sostenible, para afrontar los accidentes de tránsito como un problema realmente de Estado.
Un plan estratégicamente diseñado, con objetivos bien definidos, de largo alcance y participación multisectorial, tal vez nos evite ser testigos de la suerte que corren transeúntes sometidos a las peligrosas acciones de conductores insensatos, a quienes no les tiembla el volante para apagar vidas y causar desgracias ajenas.

Cuesta tanto recordar la lúgubre frase popular, de que “el peatón no es gente”, lo que en este contexto retrata la amenaza permanente que representa un conductor desaprensivo, quien posiblemente consiguió su licencia de conducir apelando a la misma conducta irresponsable con que rueda por nuestras calles.

En reiteradas ocasiones he sido públicamente mal señalada, por referirme a este tipo de conductores con el mote de “terroristas del volante”. Y con gran pesar lamento admitir que mantengo con irrenunciable firmeza las razones que me impulsan a expulsar de mis adentros ese sentimiento de impotencia.

Nuestras vías de tránsito se han convertido en una escabrosa jungla, donde a diario luchamos por sobrevivir a las embestidas de choferes, principalmente los del transporte público, llámense carros públicos, motoconchistas y de los guagüeros ni hablar, que igual suelen escudar sus indecencias con la ‘sensible’ condición de “padres de familia”.

No hay respeto, educación, ni siquiera sentido común para transitar por calles y avenidas atiborradas de cientos de miles de vehículos, y mucho menos consideración por el peatón a merced de esas actitudes irracionales.

Quiero pecar de optimista exagerada y aspirar a un país donde, como en las naciones avanzadas, las sanciones sean tan drásticas e innegociables que los conductores irresponsables son obligados a someterse al mandato de la ley, so pena de pagar costosas multas, perder irrevocablemente sus permisos de conducir, e inclusive pagar su crimen con cárcel.

Pienso que un primer paso para lograrlo sería agilizar la elaboración de la Estrategia Nacional de Seguridad Vial, que desde abril del pasado año intenta concretizar el Gobierno, con apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Ojalá.

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