Mientras todo el gobierno se vuelca hacia la construcción de infraestructuras para alojar centros de educación, se descubre que la oficina que tiene a cargo el 40% de esas obras condena al abandono la casa donde nació Juan Pablo Duarte, la Casa de Duarte, en el corazón de la Zona Colonial.
Un contrasentido, si pensamos que Duarte es más que un nombre. Mantenerlo vivo en la memoria histórica nacional es tan importante como construir escuelas. Es parte del programa, de todo el currículum escolar, transversalmente, desde los inicios de la formación, hasta el último día.
Entonces, ¿cómo esa agencia del gobierno procede de esa forma? ¿Qué entraña esa actitud? No puede ser desprecio, ignorancia o pobre visión acerca del valor de la historia, y en ella el valor del dominicano más ilustre que simboliza el sentido de la dominicanidad.
En esa perspectiva, la Casa de Duarte es parte de esa simbología, porque nos retrotrae a sus orígenes, al ser humano sinónimo de libertad e independencia. El pensador sencillo y penetrante que con su fuerza espiritual percibió y comprendió las mismidades que iban identificando al conglomerado que habitaba esta tierra: el dominicano.
Sin pasiones, sin odios, sin resentimientos. Veía que este pueblo reunía las condiciones para constituirse en Nación. Entendió que podía cohabitar con los demás pueblos, desde el más cercano hasta el más remoto.
Sin el menor interés en los bienes materiales supo darlo todo. Tolerante, libertario, unificador, libre, bajo el influjo de las ideas del avance social. Debemos imitarlo, preservarlo y acrecentar su mejor legado, que es su pensamiento. Y los espacios en que habitó deben servir para que las nuevas generaciones lo conozcan como ciudadano ejemplar.
Esa casa, señores de la OISOE y todo el gobierno, debe ser conservada en la dimensión que le es propia, rodeada de la dignidad que se merece el forjador de la República Dominicana.