Introducción:

Revisando mis escritos, inéditos o publicados una sola vez en algún periódico, encontré, curiosamente, tres de ellos fechados justamente al comienzo de tres décadas diferentes y redactados en lugares también distintos. Son éstos:

1. Época de cambios, 1970, La Romana.

2. El Viejo y el pan, 1980, Higüey.

3. El día de las elecciones, 1990, Santo Domingo.

Para completar mi presentación, diré que los dos primeros los escribí siendo presbítero y el último ya de obispo.

Helos aquí. Son sencillas narraciones de la vida para la vida. Son, además, de ayer, de hoy y para mañana.

1. Época de cambios

– Todo sigue igual: Nada ha cambiado desde el comienzo del mundo, dijo el abuelo en tono de queja, sentado en su vieja mecedora de “guano”. Si no, miren el mundo cómo anda: guerras por todas partes, el pobre siempre hundido y el pez grande siempre comiéndose al chiquito. A veces las aguas se revoltean un poco y parece que va a ver un cambio, pero luego vuelven a su nivel. No hay progreso.

– No seas tan pesimista, papá, le respondió la hija, mientras el nieto sacaba su cabeza que la tenía metida en el libro de historia de octavo, al parecer interesado por la conversación. No me digas que nada ha cambiado, continuó. Fíjate en nosotros mismos: tú eras un analfabeto que no conocía ni la “o”, pero por tu esfuerzo yo llegué hasta el quinto de la escuela rural.

Y no llegué más lejos, porque no había más cursos en ese entonces en el campo. Pero, mira a Arturito, ya está en octavo, y ahorita comienza la normal. Así es todo en la vida. En todo hay progresos. Lo que pasa es que uno no lo nota mucho, porque van muy lentos.

– Ni tan lentos van, interrumpió Arturito. No me acuerdo ya cuándo fue que vi un programa de televisión donde uno decía que en los últimos cincuenta años ha habido cambios más rápidos en la humanidad que los que hubo en los siglos anteriores. Dijo que íbamos hacia un mundo nuevo, que nadie todavía podía decir exactamente cómo iba a ser.

– También yo lo oi. Nosotros, tal vez, no veamos ya ese mundo nuevo. Pero, será a ti, hijo mío, a quien le va a tocar vivir como nadie ese mundo de cambios tan rápidos. Tu abuelo y yo no conocimos en nuestra niñez la radio ni la televisión ni oímos hablar de justicia social y reformas agrarias. Y mayores cambios verás.

– Pero lo que tú no puedes olvidar en medio del cambio es que hay cosas que no cambian. El agua es la misma, aunque hoy tengamos acueductos. Lo espiritual tiene el mismo valor, aunque se luche por una mayor distribución de los bienes terrestres. El amor humano ha de tener el mismo respeto, aunque haya más libertad entre los jóvenes.

– Nuestra época es como un río que nos trae un agua nueva y fresca, distinta del agua de un pozo viejo. Pero tengo miedo de que se convierta en un río desbordado que se lleve la que no debe llevarse.

– Hijo mío, el cambio se está dando y se dará. Y tú debes estar metido en él y trabajar en él. Pero no dejes que el cambio te arrastre a ti. Domínalo tú a él, como un buen nadador domina una fuerte “chorrera”.

2. El viejo y el pan

Me contó que andaba buscando trabajo. ¡Cuántos me cuenta esta pena! Les agradezco su confianza. Vive en casa de su hijo. El hijo había partido hacia Verón. Tierra cercana a la costa. Más allá del Macao, camino de Punta Cana. Tierra de pioneros. Tierra dura. Último recurso de los desesperados. Le había dejado la mujer y la prole. El anciano queda con una familia a cuestas, sin trabajo. No sabe cuándo volverá el hijo. El que necesita amparo en su vejez, sigue siendo amparo de su descendencia. Hoy anda en busca de una ración de comida. ¡Cómo renació en mi corazón la vieja esperanza de que cada hombre tenga asegurada su cuota de pan diario!

Quise preguntarle su edad. Y se la pregunté.

-“Nací para el nueve”, 1909, según me dice la gente. Me miró con sus ojos hundidos que rebosaban bondad. Me agradeció esa pregunta humana.
-“¿Cuántos años tengo, entonces?”, me preguntó a su vez.
-“71”, le dije. Parecía tener 80 años o más. Era consciente de su realidad.
-“He envejecido mucho. A mi edad otros hombres están más fuertes que yo. He trabajado mucho, sabe, y he sido muy enfermizo”.

“En mi país”, pensé, “no hay seguridad para el anciano. A esa edad en otras naciones los viejos están pensionados, tienen sus últimos años asegurados y no andan buscando “un trabajito” para obtener su pan”.

Le ofrecí una taza de café. Le ofrezco lo que tengo: mi acogida, mi conversación y una taza de café. Me bendijo. “Dios siempre me lo bendiga”, dijo. Nada aprecio más que la bendición del pobre. Es bendición de Dios. A nada tengo más miedo que a las maldiciones y reproches del pobre. Son maldiciones y reproches de Dios.

Lo vi marcharse con todo el peso de su cuerpo y de sus años, montados sobre sus espaldas inclinadas. En su interior llevaba su único tesoro: humanismo, ternura y dignidad.

“El hombre nuevo latinoamericano, me quedé pensando, ha de conservar el humanismo y dignidad de ese anciano y ha de revestirse de la seguridad económica y social, que le falta. Bajo cualquier aspecto que se le mire la llegada del hombre nuevo viene necesariamente acompañada de cambios profundos y de un nuevo orden social”.

3. El día de las elecciones

El día de las elecciones, Juan de Dios salió muy de mañana a ejercer el derecho y el deber de votar.

Iba solo, como para indicar que el voto es una decisión personal y única.
Pero en su mente se reunían, amontonándose confusamente, las imágenes de los candidatos, las multitudes de la campaña electoral, los “slogans” de los partidos y las frases de los amigos, invitándolo a votar por tal o cual candidato o partido. Sintió la necesidad de aclarar su mente y disipar las confusiones.
“Desde hace mucho tiempo, tengo mi partido de preferencia. Lo más fácil y rápido es votar por los candidatos de ese partido y se sale de eso”, pensó. “Pero no es lo correcto”, se respondió a sí mismo.

“Por otra parte, tengo la impresión de que otro será el ganador. Pero votar en contra de las propias convicciones para decir “gané”, “no debe ser”.

“La verdad es que, viéndolo bien, yo tengo tres candidatos de diferentes partidos que son los que me convencen para el bien del país. No tengo más remedio que decidirme y escoger lo que veo, en el fondo de mí mismo, como lo mejor”.

Juan de Dios, el día de las elecciones, votó según su conciencia y escogió aquel que pensaba era el mejor candidato para la República. Esta narración trajo a mi memoria un ensayo breve que publiqué para la misma época en mi columna “UN MOMENTO”. Lo titulé: “El Mejor Candidato”.

“Alguien decía: No me dé un pescado, porque entonces comeré un solo día. Enséñame a pescar y podré comer todos los días.

No me diga cuál es el mejor candidado para estas elecciones. Enséñeme criterios para conocer al mejor candidato y entonces podré elegir al mejor en cualquier tiempo de elecciones”.

Será mejor candidato a la presidencia o a cualquier otro cargo público aquél que ofrezca mayores garantías con estas dimensiones, que son propias del buen gobernante:

1. El que realmente busque soluciones para proteger los recursos naturales de los ataques despiadados del egoísmo irracional del ser humano;

2. El que sea más capaz de estimular, coordinar, prever y planificar;

3. El que mejor pueda obtener que se respeten mutuamente los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial y que busque responsablemente el bien de la nación.

4. El que sea más apto para promover y defender la estabilidad necesaria de la administración.

5. El que sea más capaz de respetar la legítima libertad y castigar el libertinaje”. (Tomado de la Carta Pastoral de los Obispos, 1990, No. 97).

CONCLUSIÓN:

CERTIFICO: que los tres trabajos transcritos más arriba son de mi autoría.

DOY FE, en Santiago de los Caballeros a los 25 días del mes de noviembre del año del Señor 2011. l

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas