A la memoria de Joaquín Balaguer,
de Guín Moya y de Edmon Elías:
tres fanáticos de Alberto…

Soy amigo de Alberto Cortez desde hace más de treinta años. Amistad generosa, llana, plural, apoyada en afinidades y fruiciones compartidas. Algún tiempo atrás, mientras realizaba una gira artística en el interior de la Argentina, Alberto enfermó gravemente. No pude establecer comunicación, en los días de aquel quebranto, con la clínica de Buenos Aires adonde él convalecía. Si bien algunos amigos comunes transmitían detalles en torno a su recuperación, me estorbaba el sabor acre de una obligación impagada.

Luego se produjo la noticia milagrosa: Alberto Cortez venía al país a ofrecer un par de recitales. Constituyó para mí un regocijo el verle de nuevo: casi recuperado y con un estado de ánimo que más bien parecía un alboroto de naves desatadas. Era, de nuevo, el Alberto abundante y munífico, vital, exuberante. Y yo deseaba, de algún modo, gratificar la calidez de aquel afecto.

Publiqué entonces una reseña en torno a su concierto en el Teatro Nacional. Me refería al encantamiento, a la fascinación originada por un espectáculo donde él interpretaba su música acompañado por el piano alucinante de Ricardo Miralles. Procuraba describir la intensidad vital de aquella noche, de aquella sala, de aquella urna cerrada que almacenaba los vientos y las voces, las memorias y las mareas, los apegos y las distancias. Alberto Cortez, sépanlo, es un artista para defenderse de lo cursi, de lo estrepitoso.
Aquella noche, de verdad, recibimos la espléndida substancia de su arte, la vendimia de su madurez creadora.

En los próximos días cantará otra vez para nosotros. Con aquellas palabras lejanas le doy nuevamente la bienvenida, que ha de ser un reencuentro con el más íntimo significado del arte. No menos que una vuelta al ensueño innumerable, a la infinitud de paraísos perdidos que alguien podrá descubrir en cada verso, en cada estrofa de ese ‘pibe’ colosal que todos llaman Alberto Cortez.

En este momento se apagan las luces y nos gana el ligero temblor que precede siempre a todo pacto; la vibración recóndita que se anticipa al enigma, al qué pasará, al tiempo libre y encantado de aquella singladura, de aquel retorno que nos pone a todos a cavilar sobre distancias imposibles y amores desolados, y amigos que se han ido y no regresan.

Ahora hay alguien vestido de negro que se acerca y se sienta, y en la noche remota del piano germina un silencio ancho y horadado, boscoso y profético y cegador, como un secreto atravesado de voces que se empinan en la respiración de todos nosotros, y se abisman en el suspiro de alas aplacadas que invade el aposento.

Las manos de Ricardo Miralles ruedan y reclaman en la emanación de aquel silencio oscuro, y su pasión despedaza el enigma en un tropel de arpegios que se entrecruzan, se tejen y se traban. Y entonces aparece Alberto, Alberto Cortez, con un traje negro y una camisa roja y una sonrisa que a todas luces no le cabe en la cara.

Alberto es músico y es poeta y está frente a nosotros, solo él frente a nosotros, apenas escoltado por el encantamiento de voces y fragancias que nos regalan los dedos marineros de Miralles. En este instante Alberto saluda y luego empieza a cantar con su voz de ángel descomunal, de niño enorme que viaja vertiginoso por sus “Castillos en el aire”. Y después él remonta otros cielos y nos entona “A mis amigos”, “Callejero”, “El amor desolado”, “Como la marea”, “Eran tres”…

La noche de Cortez es una fiesta que no cesa, una continua celebración en la que el gentío, como un fuelle sonoro y excitado, inhala y exhala y se ensancha con el soplo de una música que es precisamente eso: aire, céfiro, corriente, viento que nos conduce a un ensueño de presencias revividas, a un deslinde de roces postergados.

Y de repente, en una esquina de la noche, crece la memoria de Ástor Piazzola: el brujo del bandoneón, el viejo nigromante que almacenaba en su instrumento alisios y cierzos y monzones, y los transmutaba luego en Noninos y Gordos Tristes y en inciertas Marías de Buenos Aires. Con esta reminiscencia de Piazzolla, Alberto llega al punto más alto de la devoción: “La caja de los vientos está sola / ausente de sus manos se ha quedado / y dicen que por eso han cancelado/ sus vuelos / golondrinas y palomas”. Y luego es la fascinación de Miralles transformado en Ástor, dando paso a una diástole gloriosa que nos destapa el bandoneón del brujo, mientras la sala es un jolgorio de alisios y barloventos y ventiscas, un bullicio de pamperos y tramontanas y sirocos, en tanto la garganta de Alberto se quiebra al implorar: “Dejala un poco más, Nonino / dejala resonar, Nonino / No apures el reloj / que va a ser para vos / toda la eternidad, Nonino”.

Alberto se despoja del saco y la camisa roja lo envuelve en una pátina de claridad, de pureza. Ahora está cantando como nunca, y su voz nos traslada a sitios olvidados y a momentos temibles, como decir a ciertos firmamentos de infinitas espumas o acaso a los bolsillos taciturnos en que guardamos la vida. Alberto canta a la niñez, a la vejez, a sus amigos, a sus nostalgias, al vino, al cielo, a los bares, a las calles; canta a lo turbio y a lo terso, a la risa que nace y a la oscuridad que crece, al amor dolorido y a la vida.

(No sé por qué, pero mientras escucho a Cortez interpretar esos poemas de madurez evoco a Joan Manuel Serrat y me atrapa la insólita sequedad de sus años adultos. ¿Acaso gastó Serrat la inspiración en una sapiencia de gaviotas, o en una erudición de tomillos y azucenas, o quizá en las orillas de un mar adonde juega todavía su niñez la interminable ceremonia de un recuerdo extraviado? Serrat, eso pienso, no envejeció, se resistió a ser adulto. Como un Peter Pan que aún retozara con barquitos de papel y adolescentes noviecillas perfumadas y banderas de papel, blancas, rojas y amarillas).

Siento la modulación perfumada de Miralles, los acordes de arena y la suave marea de sus arpegios, y me convenzo de que Alberto jamás debió de ir con orquestas. Él se encuentra ahora en la colocación exacta, con la sonoridad precisa y la expresión cabal. Sucede que la voz y el aliento de Cortez se desdibujan frente al estruendo de un montón de instrumentos: de un puñado de “herramientas de aturdir”, para decirlo en palabras de Borges. A él le viene bien, como a Jacques Brel, como a Yupanqui, la voz despoblada y grave del diapasón. Ya en la lozanía, Alberto ha encontrado en Miralles al intérprete justo, al compañero perfecto, al ‘parceiro’ puntual e imprescindible.

La noche ha sido larga y el final se acerca. El cierre del concierto de Cortez es un acto puramente ritual: él entona a ‘capella’ y con pleno pulmón: “Cuando un amigo se va queda un espacio vacío / que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”. (Mucho antes que Alberto, otro vidente, Franklin Mieses Burgos, atisbó el hueco irremediable que nos entrega una rosa muerta).

La función termina. El auditorio, de pie, aplaude con furor. Alberto se inclina, en una reverencia que más bien parece un homenaje a la música, a la lucidez, a la poesía, a la vida que renace. A fin de cuentas, a ti mismo, pibe, Che gordo, Alberto, hermano, ¡con el susto que nos diste..!

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