Paulino no lo podía creer, estaba claro que no lo podía creer. El querido Jefe lo había invitado, le había pedido que se pusiera su elegante uniforme de mayor general provisional, le había dicho que fuera a las siete en punto, lo había tratado con deferencia, habían conversado, habían pasado un tiempo juntos y en ningún momento el querido Jefe le había dado una señal, una muestra de disgusto, se habían separado amigablemente y habían quedado en verse al día siguiente y ahora no era nadie, peor que nadie: se había convertido en el enemigo público número uno del país.

Escuchaba a la distancia, como algo ajeno que no tenía nada que ver con él, aquellas cosas que en la radio estaban diciendo de un tal Paulino que le resultaba extraño, que no era el Paulino que conocía. Empezó a sentir, poco a poco, la insoportable levedad del ser o, mejor dicho, la insoportable levedad del no ser en carne propia, en toda la mucha carne que le era propia.

Le pareció que iba a perder el control de su cuerpo, que estaba levitando como un globo y que estaba a punto de desinflarse. Una extraña sensación lo invadió. Se sentía cosas raras y sin sentido, se sentía absurdo, se sentía inmaterial y como fuera de sí mismo, perdido como en el vacío.

Además, algo por allá abajo estaba demasiado apretado, algo en las tripas se estaba aflojando demasiado. Apresuraría el paso para llegar al automóvil. De alguna manera, casi sin darse cuenta, conseguiría regresar a su casa. La casa que ya no sería suya. Por todas parte se escuchaba claramente la vocinglería de la radio hablando del tal Paulino que le resultaba extraño. Pensó en cómo estarían gozando y celebrando sus enemigos.

Supuestamente fue Miguel Ángel Báez Díaz (uno de los cercanos colaboradores de la bestia que terminaría formando parte del complot para darle muerte), quien le llevó a Paulino la infausta noticia de su caída en desgracia.

Cuenta Reynaldo R. Espinal —con mucho lujo de detalles— que Miguel Ángel Báez Díaz había regresado cansado de su finca de Yamasá, que se tomaba unos tragos de whisky, cuya marca no identifica, en la terraza de su hogar y en compañía del arquitecto Antonio Ocaña y que escuchó la noticia en su radio transoceánico marca Zenith. El radio transoceánico decía que al segundo hombre fuerte del país, Anselmo Paulino Álvarez, se le estaban cancelando todos los nombramientos, todos los decretos civiles y militares expedidos a su favor. Cancelaciones sobre cancelaciones que hacían suponer que hasta el propio Paulino Álvarez podía ser eventualmente y a su debido tiempo igualmente cancelado.

Después vendrían los oprobios, una larga lista de oprobios, los insultos al granel las acusaciones de malversación de fondos públicos, acusaciones de haber recibido comisiones de contratistas de obras públicas y muchas cosas peores que hundirían a Paulino en el abismo de la degradación y la humillación.

Miguel Ángel Báez Díaz —cuenta Reynaldo R. Espinal— no pensaba acompañar esa noche al querido Jefe en su cotidiana caminata nocturna, pero cambió de idea al escuchar las noticias, se vistió elegantemente, como era de rigor, y salió para el malecón, rumbo a la playa de Güibia, donde terminaba habitualmente la caminata nocturna, para ver lo que quedaba de Paulino, si acaso quedaba algo.

Pero en el malecón, sentado junto a la bestia, estaba el general Paulino con su uniforme de militar. El jefe parecía cordial, extrañamente cordial, incluso jovial y cordial, con Paulino y todos los integrantes de su séquito. Paulino lucía tranquilo, contento, completamente en ayunas de noticias. Creía que todavía era gente. Hasta que Báez Díaz le dio la noticia, después de que todos los demás se habían retirado.

—Se salieron con la suya —dijo un lacónico Paulino a Báez Díaz—, por eso el jefe me dijo que estuviera esperándolo a las siete y media aquí en la avenida y uniformado de general”. (1)
De acuerdo con la versión de Crassweller todo lo anterior puede haber sucedido de otra manera, aunque los resultados seguirían siendo los mismos. Fue un ayudante de Paulino el que se precipitó a comunicarle la noticia en su oficina palaciega. No estaba, pues, en el malecón. Estaba en su oficina el día de la caída, pero igualmente cayó.

Su reacción, al recibir la noticia—como ya se ha dicho y sugerido—, fue de incredulidad, de sorpresa, de espanto. Eso no podía ser. Paulino había estado almorzando con el querido Jefe unos minutos antes. El jefe no podía haberlo invitado a almorzar y mandarlo al carajo al mismo tiempo sin manifestar la menor muestra de enojo ni resentimiento. Pero era exactamente lo que había hecho.

Así terminó la carrera y comenzó el via crucis de la persona que Eduardo Sánchez Cabral definió en términos muy precisos como “…el dominicano en quien más poder delegó Trujillo. El que sin ser un intelectual dictó normas a hombres de leyes y a hombres de pensamiento. El que sin tener rango ni carrera militar influyó en los militares. El que sin ser economista, administró con eficacia todo un imperio económico. El que tras una relampagueante carrera política concluye en el ostracismo y sólo por un milagro se salva de las iras del dictador…Anselmo, solo, realizaba para Trujillo las tareas que hubieran precisado de muchos otros hombres, tenía una memoria fotográfica y su propio y eficiente servicio de información; era espléndido y el funcionario mejor informado del régimen, sus informaciones las ponía todas, contrario a Fouché, al servicio de su jefe.” (2)

(Historia criminal del trujillato [70])

Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

Nota
(1) Anselmo Paulino Álvarez: Ascenso y caída del principal valido de Trujillo (1-2) Reynaldo R. Espinal

https://acento.com.do/opinion/anselmo-paulino-alvarez-ascenso-y-caida-del-principal-valido-de-trujillo-1-2-9005349.html

(2) Ibid.

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