La literatura de contenido social que prosperó en occidente desde la Revolución Francesa (1789) hasta el Fin de la Guerra Fría (1989), debiera resurgir con la pandemia del coronavirus (2019), como forma de advertirle al mundo sobre el dramatismo de la realidad que vive la humanidad. Fue lo que pensé cuando leí este miércoles en las redes sociales de la colega Mercedes Castillo la noticia de la muerte del sacerdote y filántropo Luis Rosario, un santo a quien tuve el honor de conocer en mis trabajos periodísticos de investigación y él en su entrega a la defensa de niños y jóvenes desamparados.

Rosario tenía ese perfil de un hombre que se equivocó de época para nacer. Mientras muchos cristianos de su generación se confabulaban con el poder terrenal, él prefería continuar el modelo de Jesús cuando proclamó su preferencia por los pobres, muy especialmente niños, a los que exigió se les permitiera acercarse al Maestro, “porque de los tales es el Reino de los cielos”.

El Padre Rosario dejó escrito lo que podría ser la introducción de un libro que perpetuara ante las nuevas generaciones su personalidad. Planteó que al morir quería ser enterrado en una caja sencilla, que los dolientes acudieran sin trajes ni flores y los cánticos religiosos fueran interpretados por niños de la calle, “porque cantan con el corazón más que con la boca”, aunque sus voces desentonaran y no tuvieran la melodía de los grupos corales de las iglesias.

“Me gustaría que la gente que me acompañe hasta el lugar de mi último descanso, no vaya con traje, menos aún de color negro.
Además del calor que hace en los cementerios, le daría demasiado caché al acontecimiento. Las camisas y los poloshirts son más cómodos y más “transparentes”; esto en relación a las actitudes sinceras de amistad. Que no se les ocurra tampoco llevar lentes de color oscuro; me huelen a hipocresía”, precisa el postrer escrito.

Los tóxicos escritores dominicanos de hoy debieran imitar a Rosario.

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