La tenencia de la tierra es causa de guerras entre naciones desde que el mundo es mundo, es el motivo de ocupar (o traspasar) unas fronteras que no se quieren abandonar, cuyo espacio se pretende extender. En términos particulares, comienzan enfrentamientos entre familiares y constituye la principal fuente de conflictos entre los sucesores que, por su posesión, empujan en sentidos opuestos, y quiebran indefectiblemente relaciones, sin que haya marcha atrás.
Muchos prefieren un puñado de terreno, por recóndito o insignificante que parezca, que millones en un banco; hay quienes lo venden, reciben el dinero acordado y luego, no conciben entregarlo porque su sentido de apego es tal, que no desaparece, aunque se les haya desinteresado satisfactoriamente con el precio justo. Será que, después de haber dispuesto de él, como se mantiene firme en su puesto y a la vista de todos, su aumento de valor provoca arrepentimiento.
De las propiedades inmobiliarias nadie se quiere deshacer y, como un bien escaso, crean gran obstinación, aun cuando en buena lid se hubiesen perdido sus derechos sobre ellas. Es como si se naciera unido a ese inmueble, formara parte del cuerpo mismo y se coloque esa adherencia como un lazo indisoluble, por encima de los afectos. Algunos hasta soportan la ignominia de un mal matrimonio o el suplicio de un compañero insoportable para aferrarse a un techo, ante el temor de perderlo. O bien, prefieren entregar su fortuna, antes que la casa, llegando a extremos inimaginables para preservarla en su patrimonio.
Supuestamente, el derecho a la vida es el más absoluto de los que existen, pero, si se atraviesa el de propiedad y se antepone a este, se está dispuesto hasta a perder el primero, imponiendo la tragedia, a la racionalidad. La sangre derramada por la obsesión sobre una parcela no la hace abonar ni producir frutos; al contrario, la envilece al provocar desgracias que se extienden por generaciones.
Se lucha por una vivienda con uñas y dientes y, sin embargo, esa heredad durará más allá que la vida de los que con rabia se enfrentan por ella para mantenerla en su poder. La tierra permanece, inamovible, pero sus ocupantes se van, solo les quedará reservado el espacio de una tumba que ni siquiera es propia y no pueden llevarse consigo porque, como bien dicen las sagradas escrituras, “polvo eres y en polvo te convertirás” y a lo mejor es ahí, cuando, en realidad, más que tenerla, se forma parte de ella para siempre.