Desde nuestros primeros años, todos teníamos un apodo que nos ponían en la familia, en el barrio o en la escuela, lo que era una forma de sentirse reconocido y valorado. El apelativo provenía siempre de alguna anécdota (graciosa o vergonzosa) o por un atributo físico, con tal arraigo, que muchas veces se desconocía el verdadero nombre del portador cuando llegaba a la adultez; pues ahora, eso podría ser bullying.
El programa El Chavo del 8, toque de queda de la familia dominicana después del almuerzo diario (cuando ni se soñaba tener cable), no resistiría en estos tiempos el más elemental análisis de censura por violencia de género de doña Florinda a don Ramón ni de abuso infantil de este último contra el Chavo.

Hemos llegado a un nivel de cuestionamientos tal, que hasta esa señora regordeta, sonriente y simpática que adornaba las cajas de pancakes será desplazada de su proverbial fama en los desayunos porque un grupo ha considerado que es una alegoría a la discriminación racial. Incomprensible para un país como el nuestro en el que, si te llaman moreno o negro, es una forma cariñosa de profesarte alta estima.

Mientras hay tantos problemas reales qué atender, una parte del planeta se preocupa por un tercer baño en los lugares públicos para que lo pueda utilizar una ínfima minoría que no se considera identificada con los otros dos tradicionales. Inaudito en un mundo donde hay tanta gente que por la miseria no tiene alcance a ese servicio.

Cada discurso, mensaje o texto debe emplear términos generales e incluyentes para que nadie se considere denigrado. Si bien es cierto que no se hieren susceptibilidades, al final, tampoco ninguno se identifica con lo que se transmite en una narración que termina siendo aséptica y francamente anodina porque, aunque no ofende a nadie, tampoco se le conmueve.

En la burbuja de cristal que hemos creado nos impresiona más ese animal indefenso al que su dueño patea sin piedad, que el muchacho menesteroso que se nos acerca en los semáforos para pedirnos limosna o limpiarnos el vidrio del vehículo.

Vivimos una generación de hipersensibilidad selectiva en que el padre que corrige, el profesor que exige o la autoridad que sanciona son los villanos y a quienes se debe reprender, frente al hijo insolente, el alumno irresponsable o el transgresor de la ley a los que muchas veces injustamente se excusa y siempre se les justifica porque: “no ha sido su culpa, sino de las circunstancias en que ha vivido”.

Nos hemos convertido en toda una legión de defensores de los derechos fundamentales y, a la vez en propulsores de que se desconozcan, como si en contrapartida no hubiera deberes qué cumplir.

En estos tiempos, el crimen más atroz tiene una explicación sicológica y sociológica que hace ver a su perpetrador como un manso cordero que merece protección y que no ha sido responsable de tan fatal decisión. Nada es blanco o negro, como antes, sino que puede ser gris, depende del matiz de quien lo pinte.

Ahora todo ofende o atenta contra el género, la religión, la nacionalidad, el origen o cuanta preferencia particular pueda existir porque esas diferencias seguirán surgiendo, como siempre ha ocurrido, desde que el mundo es mundo.

No hay duda de que lo que se ha pretendido con esta tendencia moderna a esa desmedida protección general es la búsqueda de uniformidad e igualdad; sin embargo, esa aspiración aparentemente loable ha enfrentado a las minorías contra las mayorías y, lejos de ser la que nos está sumando, es más bien lo que nos está dividiendo.

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