No exagero al decir que Jorge Luis Borges “estará cuando ya no estemos”, su obra lo asegura. Incluso, quizás tengan razón los que afirman que “era más grande que el premio Nobel” que no recibió, y que el mayor galardón de las letras se perdió de tenerlo entre los suyos.
El escritor argentino era el “prototipo” del hombre consagrado a la literatura. A él le hubiese gustado la palabra “destinado”. Poseía una cultura enorme que, al ser políglota y tener una monumental memoria, le permitía citar diversos autores en más de siete idiomas, incluyendo el inglés antiguo y el latín.

Pero, aun siendo su universo una biblioteca, no tenía inclinación de estudiar –y menos aún de alabar- a escritores de su época, más lo hizo con Pedro Henríquez Ureña (P. H. U.), probablemente el más importante humanista americano del siglo XX.

Efectivamente, Borges escribió un prólogo para la Obra Crítica de Don Pedro que editó el Fondo de Cultura Económica en 1960. Este luego fue incluido en un libro que recoge “decenas de prólogos dispersos que abarcan desde 1923 a 1974”, con el título de “Prólogos con un prólogo de prólogos”. (Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1998, 270 pp.).

De este texto copiamos algunos párrafos que, por el principio de autoridad, nos ayudarán a entender la trascendencia de Henríquez Ureña. Borges inicia afirmando que el apostolado de P. H. U. era de carácter americano: “(…) el nombre de nuestro amigo sugiere ahora palabras como maestro de América y otras congéneres”. (p. 127). Y más adelante, en este mismo orden: “Al nombre de Pedro (así prefería que lo llamáramos los amigos) vinculase también el nombre de América. Su destino preparó de algún modo esta vinculación” (p. 129-130). En otra parte afirma: “(…) todo era ejemplar en aquel maestro, hasta los actos cotidianos” (p. 128).

En México, donde vivió y enseñó Henríquez Ureña –entre sus “discípulos” se cuenta a Alfonso Reyes-, le llamaban Sócrates. Al efecto dice Borges en el prólogo referido: “Ideas que están muertas en el papel fueron alentadoras y vívidas para quienes los escucharon y conservaron, porque detrás de ellas, y en torno a ellas, había un hombre” Más adelante afirma que “Su método, como el de todos los maestros genuinos, era indirecto. Bastaba su presencia para la discriminación y el rigor” (p. 128).

Y sobre la cultura enciclopédica que poseía el dominicano, del cual se decía como de otros eruditos que no leía libros, sino bibliotecas, nos dice Borges: “su memoria era un preciso museo de las literaturas”. (p. 129).

Finalmente, el genio argentino acepta con humildad la figura magisterial del dominicano, cuando expresa que “su imagen, que es incomunicable, perdura en mí y seguirá mejorándome y ayudándome”. Esta muestra de respeto y admiración hacia el gran humanista dominicano, viniendo de Borges, no es “paja de coco”.

En el país deberíamos promover más la figura de este coloso dominicano de trascendencia americana y casi universal.

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