Desde el 2017, cuando se gestó la Marcha Verde -un movimiento cívico-ciudadano; pero luego asaltado por la otrora oposición y su periferia política-mediática para fines electorales (2020)-, el país ha vivido un proceso agridulce, esperanza y desencanto, sobre dos flagelos histórico-estructurales del sistema capitalista (extensivo al “comunismo” o “socialismo, a pesar de pena capital): corrupción pública-privada e impunidad.

Y al fragor de esa lucha -que alcanzó su pico más alto en 2019-2020-, por fin, el país hizo conciencia de que corrupción pública-privada e impunidad tiene mucho que ver con pésima educación pública, sistema de justicia de colindancias y acumulación rápida de riquezas de políticos, empresarios, oligarquía y otros poderes fácticos.

Hasta ahí, el proceso y toma de conciencia ciudadana se proyectaba como una esperanza y mensaje de que liderazgo político-empresarial y sistema de justicia debía mutar o parir otros actores políticos repelentes al flagelo corrupción pública-privada e impunidad, pues los poderes públicos no podían seguir bajo el control de un liderazgo político y empresarial excesivamente extractivo e indolente ante la agudización de una marginalidad social demasiado acentuada (a pesar del crecimiento macroeconómico sostenido de las últimas décadas).

En consecuencia, se suponía que ese movimiento debía desembocar en una nueva cultura política sustentada en una constituyente y un rediseño de nuestro sistema de justicia; pero no fue así -y era ingenuo pensarlo-, ya que el movimiento social (Marcha Verde) terminó, desgraciadamente, como un vagón político-electoral de la oposición; y esa ola de “cambio”, en la que se montaron mansos y cimarrones, pronto se convirtió en una gráfica patética que la actual procuradora, si mal no recuerdo, desveló: tenemos -2021 o 2022-, dijo, quinientos expedientes de corrupción de los cuales cuatrocientos son de viejas administraciones y cien nuevos. Es decir, que de los actores del “cambio” ya, a un año o dos de haberse instalado en el poder, habían cien expedientes. Amén de la caja de pandora que acaba de abrir el ministro de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Miguel Ceara Hatton. Y uno se pregunta: ¿de qué “cambio” es que se habla si ante la denuncia del ministro Hatton, connotados funcionarios y dirigentes del partido de gobierno, piden su cabeza?

Con todo lo anterior, no negamos el flagelo y sus raigambre histórico-estructural -sin excepción de gobiernos (luces y sombras)-, pero tampoco somos ciegos para no darnos cuentas de la selectividad y el sesgo político en la instrumentalización de los expedientes judiciales -sobre corrupción pública- al punto de que ya no hay duda de que la figura del Lawfare se ha entronizado como recurso de acorralamiento y descalificación política-electoral en nuestro país; pues, todo se ventila o se filtra en la prensa y redes sociales; y para colmo o más señas, en la antesala de unas elecciones (2024) que lucen de pronósticos reservados y unos gerentes, del órgano rector electoral, no del todo despojado del traje político y renuencia al consenso. Algo preocupante…., ¿no?

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