Hace días un amigo me invitó al cumpleaños de su hijo adolescente. Al llegar me impactó la música que escuchaban los mozalbetes. Las canciones tenían el mismo ritmo, voces parecidas, pobre contenido y pésima pronunciación (decían “besal”, “gozal”, “querel”); pero lo que más me impresionó fue la vulgaridad de las letras.

Algunas “canciones” contenían frases tan groseras que me ruboricé en grado sumo, lo que no me suele suceder. Y para colmo los muchachos las sabían de memoria, las cantaban como si fueran himnos y a la vez hacían gestos obscenos.

En otras interpretaciones se referían a la mujer como una “cosa”, como un objeto, al cual se podía maltratar y ofender. Y, para colmo, varias jóvenes hacían coro y bailaban esos disparates, quizás sin comprender que celebraban la humillación hacia ellas. Mientras nadie se inmutaba, yo estaba sorprendido y alarmado.

No soy moralista, me considero tolerante y evito juzgar la conducta humana. Todos somos iguales ante Dios y nuestras diferencias son apenas accidentales, destacando que sí existe una moral básica que abarca a todos los seres humanos, independientemente de su cultura, raza o religión.

Y cuando de arte se trata, no tengo fronteras. Soy asiduo a los museos, me encanta el teatro, me fascina el cine, adoro la novela y la poesía; es más, el buen ejercicio de la abogacía, mi profesión, también es arte. La vida en sí misma es arte, una maravilla del Creador.

Y en cuanto a la música, respeto sus diversas manifestaciones, aunque alguna no me agrade. Me adhiero a una frase que leí hace tiempo: “Pienso en la música como un menú. No puedo comer lo mismo todos los días”. En ese orden tengo un gusto variado: disfruto a Silvio Rodríguez y a Sonia Silvestre, a Tatico Henríquez y a los Hermanos Rosario, a Beethoven y a Michel Camilo, a Enerolisa y su Salve y a Luis Segura.

Si bien es cierto que las expresiones musicales deben ser libres, esa libertad, de algún modo, tiene su límite en la medida que degradan la dignidad humana o promueven la violencia y las malas conductas. Cuando es así, es libertinaje.

No entiendo cómo no se han prohibido ciertos temas, que me dicen suenan en la radio e incluso se presentan en la televisión. No entiendo cómo los padres (incluyo a mi amigo, al que le llamé la atención) permiten que sus hijos presten atención a música con contenidos tan plebes e indecorosos. Así no se educa.

Y con este artículo no me considero atrasado o alarmista, al contrario, es una preocupación muy seria que puede afectar nuestro porvenir como nación. Estoy convencido de ello.

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