Una de las mayores ambiciones, después de una vivienda, es tener un negocio próspero que genere tal riqueza, que su dueño sea distinguido socialmente por sus logros empresariales. Es alcanzar el sueño de colocarse al nivel de los grandes inversionistas y pertenecer a esa élite exclusiva de los productores de dinero, para dirigir la economía de un país y ser consultados por los gobernantes de turno.

Es una quimera añorada por muchos, representar el testimonio de éxito, alcanzar la fama que, desde la cima, los convierta en paradigmas de quienes observan desde abajo. Claro, se vale aspirar y tener ambiciones altas como para pretender ser los nuevos Bill Gates, Elon Musk o Jeff Bezos, pero se requiere una buena dosis de realidad entre esa fuerte invasión de optimismo que hace pensar que todo es posible y que no hay meta inalcanzable.

Hay que entender, de entrada, que hay proyectos fallidos cuya viabilidad sólo existe en la imaginación de un soñador que no despierta de su letargo para detectar sus falencias, perdido como está en un porvenir que no llega y un futuro sin presente; el aplomo, la persistencia y la disciplina son más necesarios que la más genial de las ideas. Esa perseverancia de traer a tierra firme lo que aun flota en el aire es lo que hace la diferencia entre aquello que se visualiza -tras una nebulosa de estrellas brillantes cegadoras- y lo necesario para hacerlo posible. Entre el deseo y la acción hay un gran trecho tortuoso que solo los valientes transitan.

Aquel que ejecuta, el operativo -aunque no fuere tan genial o sus decisiones tan creativas- no se distrae con la luz del faro, solo se concentra en la ruta para llegar a él, enfrentando el mar bravío. Y eso, puede tomar años cuyos resultados los vean otras generaciones. El liderazgo se forja al fuego de los sacrificios, no de las ensoñaciones ni del impulso de la autoestima porque no basta creer para poder. Es trabajo duro, constante y hasta degradante en que no se tema afrontar el que realiza el más humilde de los colaboradores.

Ese trayecto precisa empeño y está plagado de decepciones, desengaños y nuevos comienzos, no es un retrato romántico en que se observa el horizonte lejano. Tampoco son oportunidades o buena suerte, el camino al éxito está empedrado de una buena carga de frustraciones que exige un material resistente del que poca gente está hecha; esa es la diferencia entre el triunfo y el fracaso porque muchos se esfuerzan en ser martillos, mientras otros, no pasan de ser clavos.

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