Nuestra historia ha estado marcada por el ejercicio del poder por parte de gobernantes autoritarios, algunos de los cuales se caracterizaron por un ejercicio arbitrario y dictatorial. Sin embargo, contamos con honrosos ejemplos de casos contrarios, pues algunos de nuestros jefes de estado si bien ejercieron decididamente el poder, demostraron tolerancia y respeto hacia los demás. Un caso que, en nuestra opinión, no ha sido suficientemente valorado es el de Ramón Cáceres, quien ejerció el poder vigorosamente, pero quien brindó «amplias garantías a sus contrarios de la víspera. Quiso ser un Presidente nacional, no un Presidente de partido».

Lo dicho de Cáceres bien puede igualmente afirmarse de Don Antonio Guzmán Fernández, quien ayer cumplió un año más de su fallecimiento, ocurrido en 1982. Un hecho que todavía nos mueve a buscar explicaciones: ¿Qué llevó a este presidente firme, sencillo y tolerante a quitarse la vida? Alejándonos de las especulaciones, no siempre sanas, consideramos que la desaparición del presidente fue una fuerte pérdida no sólo para su familia, sino para la sociedad dominicana. Las sociedades democráticas necesitan de reservas humanas que sirvan de referencia a la juventud, de ejemplo de cómo actuar al momento de enfrentar dilemas. Este es un importante papel para los ex gobernantes democráticos, debido a su visibilidad social. Además, podríamos afirmar que la sociedad se beneficia y se humaniza en la medida que aquellos que han ejercido el poder son percibidos como sanos y virtuosos. El espacio político no debe ser el escenario exclusivo de aquellos que buscan acceder al poder y ejercerlo, obedeciendo exclusivamente a aquello que les conviene, por mejor que intenten disimularlo. La prevalencia de semejante personajes aboca a la sociedad a una cultura del disimulo y cinismo. Y lo que es peor, todo aquel que no se comporte de esa manera sería juzgado como un ingenuo y bien podría encontrar la ruina, como bien advirtió Nicolás Maquiavelo, en su reflexión sobre el comportamiento necesario en aquellas sociedades moralmente deterioradas.

Para aquellos que vivimos el ascenso al poder de Don Antonio, lo recordamos como un momento de esperanza y optimismo. Constituyó, si se quiere, el fin de una de las más complicadas etapas de nuestra historia, comprendida por la Guerra de Abril y sus secuelas, que duraron años, donde ocurrieron ajustes de cuenta entre los bandos en conflicto. Una guerra no declarada, de baja intensidad, pero que sembró de luto y dolor a muchas familias. La presidencia de Don Antonio representó el fin de ese conflicto y la instauración de las garantías necesarias para la vida cívica en una sociedad democrática. Su ejemplo debe ser estudiado por nuestra juventud si deseamos construir una sociedad más civilizada, justa e inclusiva. Este reto lo tenemos por delante.

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