Cerca de mí una señora conversaba por teléfono y decía, refiriéndose a las trabajadoras domésticas: “No sé qué hacer, las sinvergüenzas no me duran ni una semana, no quieren ponerse el uniforme, ya en las noches tienen cara de cansadas, si dejo de pagarles por unos días se incomodan y eso que les doy libre los domingos, son unas malagradecidas, esas locas viejas”. La miré casi con rabia y me faltó poco para expresarle: “doña, la culpable es usted”.
No todos tenemos el privilegio de contar con su ayuda. La mayoría son mujeres, pues se adaptan más rápido a nuestros hogares que los hombres, sobre todo si hay niños. Muchas nos inspiran confianza y a los pocos días ya comparten con nuestra familia, de la que en cierta manera pueden formar parte. Conocen nuestros problemas cotidianos, en ocasiones mejor que nuestros amigos. Les dicen “las señoras del servicio” con razón: son servidoras.

Sin ellas no podríamos producir para vivir; seríamos esclavos en nuestras moradas, que requieren día a día atención y cuidado. Y gastaríamos nuestros chelitos en restaurantes y, en caso contrario, prepararíamos la misma comida en nuestras cocinas, tragándonos cada bocado, porque nuestros compromisos en la calle no resisten espera.

Sin ellas nuestras casas no estarían limpias y organizadas, habría ropas tiradas, platos sucios, etc. Tampoco podríamos asistir a las actividades propias de los adultos, porque no tendríamos con quién dejar a los chicos. Sin su apoyo, se nos complicaría ser puntuales a la hora de llevar a nuestros hijos al colegio. Siempre están ahí, sin horario definido, dispuestas a ocuparse de mil tareas para nuestra comodidad.

Las domésticas son vitales en la sociedad. Nos permiten el espacio para desarrollarnos como personas, para ser entes útiles, para generar recursos. En esencia, se sacrifican por nosotros y lo triste es que muchos no nos damos cuenta y somos más solidarios con los extraños que con quienes nos asisten en cada momento, cuidando nuestra prole como una madre, atentas para que estemos bien alimentados y con nuestra camisa planchada.

Hay personas que se ufanan de ser altruistas, colaborando en telemaratones en favor de los pobres y lo destacan en la prensa, pero son incapaces de preocuparse por su “señora del servicio” que tiene necesidades básicas sin cubrir, que con un poco de voluntad se resuelven. Ni la saludan.

Por desgracia, nuestro Código de Trabajo trata a los trabajadores domésticos como especiales, pero para mal, pues tienen menos derechos que los otros trabajadores, violando el artículo 39 de nuestra Constitución relativo al derecho a la igualdad. Ojalá que a usted, cuando hable barbaridades de ellos, no le respondan: “El culpable es usted”.

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