Una opinión pública vigilante, que defienda los temas que tengan que ver con asuntos que afectan a la gente, es clave para la construcción de un poder ciudadano que no solo obligue a ser tomado en cuenta, sino con un nivel de incidencia capaz de alterar el rumbo de los acontecimientos.
Tres ejemplos recientes muestran que un escenario de ese tipo hace falta en el país, y son los siguientes: 1. La presión social para obligar a retirar el proyecto de reforma fiscal. 2. El ojo avizor de entes activos de la sociedad que hicieron repensar la ilegal duplicidad de funciones de Carlos Pimentel, y 3. Los cuestionamientos al cobro ilegítimo y discriminatorio a las personas de más de 65 años para renovar la licencia de conducir.
Son tres casos en los que la sociedad, al ejercer un derecho, logró torcer la pretensión de imponerle asuntos para los que no fue consultada, o con los que se quiso, “desde arriba”, que asumiera cuestiones “precocidas”.
Si se logra hacer cotidiano ese involucramiento de la gente en asuntos que le atañen, estaríamos asistiendo al renacer de un poder ciudadano, catapultado por una opinión pública vigorosa, que no sea hechura de la manipulación mediática ni esté a expensas de “líderes” sin sustancia real que se adjudican su representación.
No estamos siquiera insinuando que este renacer implique el desplazamiento de los partidos políticos, gremios o figuras que predominan autoconvencidas de que la agenda nacional depende de sus iniciativas.
Los problemas que afectan al país son conocidos por la mayoría, por lo que nada puede ser más perjudicial para la democracia, y para el progreso de la sociedad, que se inventen crisis que desvíen la atención de la gente, y se tracen a sus espaldas estrategias que responden a intereses divorciados de la realidad nacional.
Por la falta de interlocutores válidos es patente la necesidad de que el ciudadano -y las entidades representativas y “potables” de la sociedad- se conviertan en nuevos actores para alzarse en defensa de las necesidades de la población.
También se torna necesario, hoy más que nunca, que la agenda dominicana deje de ser el patrimonio de los que gobiernan y de unos pocos que actúan en nombre de los poderes constituidos.