A mediados de junio repentinamente el país fue escenario de un activismo proselitista inusitado que obligó al Pleno de la Junta Central Electoral (JCE) a emitir una resolución mediante la cual otorgaba un plazo de cinco días a “todos los ciudadanos y dirigentes de los partidos políticos” con pretensiones de ser candidatos a posiciones electivas en las elecciones del 2020, para que suspendieran sus actividades promocionales.
Esa resolución no fue una ocurrencia, sino consecuencia de una campaña al interior de los partidos políticos que se había traslado a las calles.
Se advertía que los partidos o los aspirantes a puestos electivos podían efectuar sus actividades, siempre que no alteraran el desenvolvimiento público ni transgredieran las normas vigentes destinadas a pautar los tiempos de las campañas electorales.
La restricción incluía movilización de personas en la vía pública, ya sea mediante caminatas o marchas y caravanas en vehículos de motor, despliegue de propaganda en los medios de comunicación, utilización de vallas con imágenes alusivas a candidatos en calles, carreteras y espacios públicos, y el uso de altoparlantes en promoción personal.
Tal medida, que para algunos iba dirigida hacia un sector, tuvo un impacto interesante que se ve ahora. Percibimos la desaparición del activismo político en las calles. Asimismo, las organizaciones políticas lucen envueltas en los asuntos de competencia administrativa a consecuencia de la ley 133-18 de partidos políticos.
Ese comportamiento también pudo ser influido por la resolución del 21 de agosto que concedió un plazo para decidir la modalidad de primarias y el tipo de padrón a utilizar. Además, estableció un calendario a seguir por los partidos, en atención a la nueva ley.
Esta relativa disminución del accionar visible de los partidos contribuye a mantener mejores entornos en pueblos y ciudades y baja tensiones. Probablemente la población estará más atenta a los factores que afectan su vida social y económica.
Parece razonable.
